Una de las buenas noticias de este año infausto ha sido el otorgamiento del Premio Nacional de Letras a Adolfo Castañón. En la mesa de la cultura universal donde se sientan regularmente, Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña, sus figuras tutelares, brindan por él. Se unen al festejo Octavio Paz, que inspiró su poesía; Alejandro Rossi, el preceptor de su prosa; José Luis Martínez, el guía de su bibliofilia; Arnaldo Orfila Reynal, que miró con simpatía sus pasos editoriales. Nosotros en Letras Libres celebramos también, pero al festejo se unen -estoy seguro- otras muchas revistas, suplementos literarios, academias e instituciones. Adolfo tiene esa rara virtud: convoca la fraternidad cultural.

Discreto y a la vez conversador, curioso universal, lector de bibliotecas, experto en arcanos de cocina y bodega, Adolfo no es un intelectual público. Esa ha sido su elección y ha hecho bien. Ha estado al margen de las querellas políticas y, aunque el ruido de nuestro tiempo le llega y le lastima, no lo turba. Su jardín es tan amplio que apenas le alcanza la vida para cultivarlo. Puede visitarse en http://avecesprosa.weebly.com/ ¿A veces prosa? La suya no es intermitente, como modestamente sugiere, sino continua, variada y frondosa, como atestiguan los cuarenta libros que ha publicado. Adolfo ha incursionado en prácticamente todos los géneros literarios, pero sobre todo en la poesía y la crítica literaria: La campana y el tiempo, América sintaxis, Tránsito de Octavio Paz (poemas, apuntes, ensayos), Por el país de Montaigne, Visión de México, Alfonso Reyes: caballero de la voz errante.

Formado en las revistas y los libros más que en las aulas, su magisterio se ha desplegado acorde con esa pauta. Ha sido colaborador y miembro del Consejo Editorial de La Gaceta del FCE, Plural, Vuelta y Letras Libres, entre otras revistas, pero es como editor en el Fondo de Cultura Económica donde su huella es y será perdurable. Desde su ingreso en 1975 y a lo largo de casi treinta años de gestión en los que llegó a ser gerente editorial, Adolfo llevó a cabo una apertura sin precedente hacia las letras hispanoamericanas, en particular hacia la poesía. Podría decirse que varias generaciones leyeron los libros que él eligió. Y aunque su ámbito natural ha sido hispanoamericano, como traductor y editor no descuidó la difusión de la gran literatura en otras lenguas: Rousseau, Paul Ricoeur, Alain Rey, Roland Barthes, Louis Panabière. Uno de sus mayores orgullos -según ha dicho- fue traducir Después de Babel, de George Steiner. No exagero si digo que uno de los mayores orgullos de Steiner -su respetuoso interlocutor- fue ser traducido por Adolfo.

Lo leí en Plural pero recuerdo vagamente que nos conocimos en Vuelta. Registro su primer artículo en la sección de libros del número 29, de abril de 1979. Escribía poemas, prosas y juegos poéticos, pero los índices demuestran que su ambición era escribir sobre todos los autores posibles del orbe hispanoamericano, ante todo poetas y narradores, sin dejar por eso de incursionar en las letras clásicas.

Cualidad rara en el gremio: Adolfo es generoso. Hace unos días le pregunté si Reyes y Henríquez Ureña habían tenido su momento bolchevique. Me respondió al instante: tradujeron en 1917 El Estado y la Revolución. Y tras esa información me copió él mismo otros textos curiosos sobre el tema.

¿Qué vocación recuerda este amoroso cultivo de las letras y los libros? ¿Qué metáfora la expresa? Esto escribió sobre sí mismo Adolfo Castañón:

PLEGARIA DEL JARDINERO
(DOMINGO)

Cultivar un jardín heredado
No sembrar ningún árbol
-regar y podar el ya sembrado
No escribir libros: leerlos
Escribir para pulir la lectura
No tener hijos: alimentar
y educar ajenos
Que otros funden: yo prefiero restaurar
Ahí estaré cuando otros engendren
Cuidando lo engendrado
La muerte será de otro modo
Generosa

Hay alguien más sentado en el banquete. Es un abogado liberal, un estudioso de Luis de la Rosa y de Francisco Zarco, un compañero de Ralph Roeder y Oscar Castañeda Batres, un lector de Tolstói y Dostoievski, de Platón y el Quijote, un amigo de libreros y un bibliófilo, un lector a tal grado voraz que uno de sus hijos recuerda: «Cuando éramos niños, mi hermana y yo llegamos a pensar que, para que él nos oyera, teníamos que transformarnos en libros». El milagro ocurrió. Adolfo Castañón se transformó en un libro, en todos los libros. Y su padre, Jesús Castañón Rodríguez, brinda por él.

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