El helicóptero lanzó la luz de bengala y las balas empezaron a caer sobre los miles de estudiantes reunidos el 2 de octubre de 1968 en la plaza de Tlatelolco, en la Ciudad de México. Quienes disparaban formaban parte de las fuerzas del Estado.

Hoy, 50 años después, los estudiantes de México aún son blanco de ataques, pero por una extraña mezcla de grupos de choque a sueldo del mejor postor, narcotraficantes, paramilitares o incluso violadores.

Aunque permanecen ciertas formas de control social, ahora los jóvenes pueden organizar protestas y expresarse con más libertad, dos logros de la generación del 68. Sin embargo, algo no ha cambiado: la impunidad.

Por eso México conmemora los 50 años de la matanza de Tlatelolco con la herida abierta.
Todavía no se sabe el número total de muertos y desaparecidos. Oficialmente sólo se reconocen 25, pero podrían superar los 350. Testigos han asegurado que esa noche los soldados cargaban los cadáveres en camiones antes de que los bomberos limpiaran la plaza de sangre, pero no hay ninguna prueba gráfica hasta ahora. Nadie ha sido condenado por esos crímenes y no fue sino hasta hace unos días que por primera vez una entidad de gobierno calificó esos sucesos como “crimen de Estado”.

El país, coinciden los luchadores del 68 y las generaciones que los relevaron, tampoco ha aprendido las lecciones del pasado y la gran mayoría de los delitos, cometidos por actores gubernamentales o no, se quedan sin castigo.

Hace cuatro años desaparecieron 43 estudiantes de magisterio de la Normal Rural de Ayotzinapa, en el sur de México, luego de ser secuestrados por policías y entregados al crimen organizado con la complicidad de autoridades justo cuando se preparaban para conmemorar la matanza de Tlatelolco. Y lo único que hasta hoy ha ofrecido el Estado a las familias de las víctimas es un puñado de huesos calcinados y cientos de preguntas sin respuesta.

“Hoy estamos posiblemente peor: los desaparecidos, cómo son agredidos los jóvenes y las jovencitas, la economía, la desigualdad, las oportunidades son menos…”, lamenta Enrique Espinosa, de barba canosa y lentes, que a sus 69 años sigue alto y flaco como en la famosa foto de 1968, en la que se le ve contra la pared, en calzones y con los brazos en alto junto a otros compañeros, vigilados por soldados en la planta baja del bloque de departamentos del edificio Chihuahua.

Tres pisos más arriba, a la señal de las bengalas, un grupo de hombres de civil se pusieron un guante blanco en la mano izquierda y comenzaron a disparar a la multitud desde el balcón donde hablaban los líderes estudiantiles. En la plaza, soldados hicieron lo mismo. Cundía el pánico, las balas llegaban de los cuatro costados. Las tanquetas cercando el lugar. Dentro del bloque Chihuahua, sometieron y golpearon a los jóvenes y a quienes estaban con ellos. Reportes periodísticos de distintas épocas demostraron que los del guante blanco eran miembros de un grupo de operaciones especiales, el Batallón Olimpia, aunque el gobierno siempre lo negó.

Cientos de jóvenes fueron detenidos ese día. De algunos, nunca más se supo.

Espinosa todavía no ha superado lo que vivió aquel otoño en el que estudiaba medicina y luchaba por un mundo mejor. Observó, dice, cómo un soldado disparaba a bocajarro a dos menores delante de él y cómo otro golpeaba a su madre. Cuenta que estuvo semanas encarcelado en una base militar, desnudo y con frío, presa del pánico cuando mencionaban un nombre, sacaban de la celda al elegido y luego sólo se escuchaban disparos.

El ejército nunca ha admitido que jóvenes fuesen detenidos en bases militares, pese a testimonios que se han dado al paso del tiempo.

A unos días de cumplirse 50 años de la masacre, la comisión gubernamental de Atención a Víctimas calificó los sucesos de Tlatelolco como un “crimen de Estado que continuó más allá del 2 de octubre con detenciones arbitrarias y torturas” y ha presentado una propuesta de reparación colectiva. Pero la justicia es huidiza cuando se trata de pasar del discurso a la acción. El actual gobierno, por ejemplo, ha desplegado una batería enorme de recursos legales para luchar contra una sentencia judicial que le obliga a crear una comisión de la verdad que investigue de nuevo la desaparición de los 43 estudiantes en 2014.

“Tlatelolco es un crimen del Estado que permanece impune y hoy la gran lucha es por romper esa impunidad”, afirma Félix Hernández, exlíder estudiantil en el 68.

En la primera década de este siglo la justicia federal estimó que el 2 de octubre de aquel año hubo un “genocidio”, pero no quiénes lo cometieron. Y aunque el expresidente Luis Echeverría fue procesado por este delito, fue absuelto por falta de pruebas. Ahora los antiguos líderes del 68 quieren reabrir el proceso.

“Sólo resolviendo el 68 en los tribunales, vamos a ser capaces de ponerle freno a la impunidad”, dice Hernández.

Pasado y presente se entrecruzan en México estos días aunque los tiempos hayan cambiado.

En 1968, los estudiantes luchaban contra un gobierno monolítico y hegemónico del Partido Revolucionario Institucional (PRI), que disfrutaba de un auge económico y que no podía correr el riesgo de que sus problemas internos enturbiaran el inicio de los Juegos Olímpicos en Ciudad de México, que también quedaron marcados por la lucha por los derechos civiles, simbolizada con los puños negros en alto de atletas estadounidenses que subieron al pódium. Días después de la masacre, se inauguraron las olimpiadas como si nada hubiera pasado.

“En el 68 la represión venía de los granaderos (antidisturbios), la policía y el ejército”, dice Víctor Guerra, otro líder estudiantil del 68. “Ahora las agresiones se llevan a cabo por los ‘porros’ (grupos de choque), financiados por los partidos políticos y protegidos por las autoridades escolares”. Según Guerra, estos actores llevan a cabo un “control enmascarado del Estado hacia los movimientos estudiantiles”.

Los que provocaron que los estudiantes de ahora volvieran a las calles fueron precisamente los “porros”, herederos de aquellos jóvenes armados con barras de acero que el 10 de junio de 1971 golpearon y mataron al menos a una docena de estudiantes durante otra manifestación pacífica en la capital.

Justo semanas antes de la conmemoración del 2 de octubre, atacaron una protesta pacífica en una sede de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) que acabó con dos estudiantes seriamente heridos, uno de ellos acuchillado, y una joven fuertemente golpeada en la cara cuando trataba de proteger a su novio.

“En el 68 fue más una represión directa, por las armas”, afirma Josué González, de 20 años, durante una de las últimas protestas contra esos ataques. Este estudiante de Ciencias Políticas cree que si el gobierno intentara ese tipo de represión hoy en día, la sociedad se alzaría contra él. “Ya no se puede, sería algo muy tonto”. Por eso, continúa González, ahora lo que hacen es “contratar a terceros para hacer el trabajo sucio”.

Los estudiantes siempre han sido una piedra en el zapato de las autoridades y, de hecho, ciertos sectores acusan al gobierno de estar detrás de crímenes como la desaparición de los 43 de Ayotzinapa. De hecho, junto a más de un centenar de policías y presuntos miembros del crimen organizado detenidos, también está bajo proceso el alcalde de la ciudad donde sucedió todo y existen muchas dudas, pendientes de investigar, sobre el papel de las fuerzas federales el día de los ataques.
“Las mismas autoridades te reprimen”, asegura Itzel Espinosa, la hija menor de Enrique, una diseñadora de 23 años que cree que los hijos de los estudiantes del 68 son los que tienen que mantener viva esa memoria y la exigencia de justicia. “Lo de los 43 es otro 2 de octubre en la actualidad”, sentencia.

Sin embargo, la brutalidad actual tiene tintes distintos. En marzo, tres universitarios de la ciudad de Guadalajara, en el oeste del país, fueron secuestrados por criminales que los confundieron con miembros del cártel rival, les torturaron, interrogaron, los mataron y disolvieron sus cuerpos en ácido.
“Los estudiantes de cine estaban haciendo una tarea, es inconcebible”, enfatiza la joven Espinosa. “Ahí sí fue el narco, pero si las instituciones funcionaran no habría esa delincuencia y los jóvenes no tendríamos que estar preocupados. El gran problema es la falta de confianza en las autoridades”, añade.

Muchos coinciden. Un día reciente, Andrea Negrete, una estudiante de Economía de la UNAM de 21 años, visita Tlatelolco como parte de un trabajo sobre el 50 aniversario y pasea entre vecinos, turistas y curiosos. “Estamos cansados de pedir seguridad, que se controle la violencia de género, que no tengas miedo de salir de clase porque te van a secuestrar”, se queja.
Más allá de los ataques de “porros”, hace tiempo que se multiplicaron los delitos en los planteles. Uno de los crímenes más sonados fue el asesinato en 2017 de la joven Lesvy Berlín en la UNAM. En un primer momento se calificó de suicidio, aunque luego las autoridades reconocieron que fue un feminicidio, lo que motivó también airadas críticas y múltiples protestas.
Hay algo, sin embargo, que sí ha mejorado.

En 1968, los estudiantes luchaban contra los grandes medios de comunicación repartiendo panfletos y era difícil poner en entredicho las versiones oficiales. Por ejemplo, el día siguiente de la masacre los titulares de la prensa fueron del tipo “Terroristas y soldados protagonizan dura batalla” o “Provocación criminal causa un enfrentamiento que acaba en baño de sangre”. De hecho, las fotografías más duras de la matanza, como la que muestra a Enrique Espinosa y sus compañeros sometidos, no se publicaron en México hasta más de 30 años después.

En cambio, ahora, en la era digital, los estudiantes tienen al alcance de su mano el poder de informar al mundo entero y en tiempo real.

“La gran diferencia son las redes sociales”, aseguró Itzel Espinosa. “Los jóvenes podemos decir lo que realmente pasó, hay más maneras de demostrar lo que sucede, no como antes que no tenías una cámara en la mano”.


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