Los mexicanos tenemos una deuda histórica con el movimiento estudiantil de 1968. En gran medida, le debemos nuestras libertades. Por eso es de celebrar que la televisión privada y la oficial ofrezcan series y documentales de alto nivel profesional sobre diversos aspectos del movimiento.

Destaco entre ellas «Un extraño enemigo», producida por Televisa para Amazon, que se trasmitirá por Amazon Prime a partir del 2 de octubre. La dirige Gabriel Ripstein. El personaje central, interpretado por Daniel Giménez Cacho, es el comandante Barrientos, alter ego de Fernando Gutiérrez Barrios, personaje clave de la vida política mexicana por casi medio siglo.

Conocí las versiones finales del guión y asistí hace unos días a una función privada en la que pude ver sus dos primeros capítulos. Nada similar se ha hecho antes en términos de producción, eficacia narrativa, sutileza de enfoque. Sombría, ágil y poderosa, la serie me hizo revivir la atmósfera de aquella época. La reconstrucción es tan impecable como la caracterización de los principales protagonistas (Díaz Ordaz, Echeverría, Corona del Rosal, Javier Barros Sierra y desde luego Gutiérrez Barrios). Los estudiantes trasmiten la fe, la exaltación y angustia del momento. Las escenas que recrean el estallido del conflicto en La Ciudadela y el bazucazo en la Preparatoria #1 son de verdad impresionantes. El fondo musical va acorde con el dramatismo. Una serie histórica no puede tener otra aspiración que la verosimilitud. «Un extraño enemigo» la alcanza cabalmente.

El 68 ¿fue una conspiración tramada desde las altas esferas del poder por los políticos que comenzaban a disputarse encarnizadamente la candidatura a la presidencia o fue un movimiento espontáneo, la versión mexicana de un incendio mundial que estalló en París, recorrió la Europa Occidental y la Oriental y cimbró a Estados Unidos? La serie oscila entre ambas hipótesis. Seguramente alentará el debate sobre la verdad y el legado del 68.

Nunca hay una explicación única de los hechos históricos. En La presidencia imperial intenté fundamentar el aislamiento creciente de Díaz Ordaz con respecto a los hechos que verdaderamente ocurrían. Con el alejamiento de Corona del Rosal (general y licenciado que parecía ser su carta fuerte para la presidencia) y la paulatina neutralización de Emilio Martínez Manautou (el conciliador secretario de la Presidencia), Díaz Ordaz confiaba desde luego en su secretario de Defensa, el general Marcelino García Barragán, quien a la postre sería igualmente rebasado. Ninguno de ellos tenía acceso privilegiado al presidente.

Quien sí lo tenía, crecientemente, era el secretario de Gobernación, Luis Echeverría, a quien Díaz Ordaz creía conocer como un hombre callado, discreto, leal y «entrón». Junto a Echeverría operaba otro hombre que desde los años cincuenta acumuló una larga experiencia en el manejo (y creación) de crisis. Era el director de la Dirección Federal de Seguridad, personaje de aspecto impecable, finísimo trato y una larga experiencia de inteligencia política: el capitán Fernando Gutiérrez Barrios.

El comandante Barrientos está inspirado en él. Conversé con Gutiérrez Barrios en septiembre de 1999. Desayunamos en su casa de San Jerónimo, en una sala de muebles bajos mexicanos, similar a la de su vecino Echeverría. Vestía un saco azul, camisa de rayas y un gazné de seda. Era notable el cuidado de su bigote y, desde luego, el legendario copete plateado. Por discreción, o más bien por temor, me abstuve no solo de proponer grabarlo sino de tomar notas. En algún momento, refiriéndose a la huelga que un grupo de estudiantes había impuesto a la UNAM en esos días, me dijo: «Hay que tener cuidado con las ‘revoluciones blandas’. Las provocan hechos nimios que crecen o que alguien hace crecer. No son violentas pero en cualquier momento pueden desembocar en la violencia. Advierta usted que ocurren a finales de sexenio, para desestabilizar al gobierno y complicar el proceso electoral. Son muy peligrosas». ¿Me estaba describiendo un problema o me estaba haciendo una revelación?

La conspiración política puede explicar parte de los hechos pero no su esencia. Los estudiantes no fuimos marionetas del poder y mucho menos de una conjura comunista, como creía no solo el presidente sino la CIA. Los estudiantes fuimos actores de nuestra historia. Hacíamos historia al marchar.

El pliego petitorio se basaba en seis puntos modestos y una exigencia de diálogo: libertad para manifestarnos, libertad para disentir, libertad para criticar al poder. Conviene recordar ese valor para los tiempos que vienen. Octavio Paz lo postuló en la línea final de Posdata: «Tenemos que aprender a ser aire, sueño en libertad».

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