La alergia del poder a la opinión independiente no es nueva pero quizá en ningún momento del pasado inmediato fue tan aguda como en el período de Luis Echeverría. Para recordar esos hechos, he venido revisando la tortuosa actitud de aquel presidente con Daniel Cosío Villegas.

En el arranque de aquel desaforado sexenio, el historiador había creído en la buena fe de Echeverría y consideraba sincero su empeño de enfilar al país hacia una mejor distribución del ingreso. Lo alentaba, sobre todo, el clima de mayor libertad que pareció respirarse después del 68.

El beneficio de la duda duró poco más de un año. Hacia septiembre de 1972, tras enterarse de que el presidente había considerado «injusto y altanero» uno de sus textos, Cosío Villegas anunció a sus lectores que dejaría de escribir. Echeverría le habló por teléfono: «Mi querido, admirado y respetado maestro. Me han dicho que usted resolvió dejar de escribir en Excélsior porque a alguno de mis colaboradores le disgustó un artículo suyo». Le pidió que siguiera haciéndolo y no vacilara en censurar al gabinete.

Las diferencias comenzaron a acentuarse en noviembre de 1972, cuando el presidente invitó a México a Salvador Allende. ¿Qué ganaba Echeverría, se preguntó, con esa decisión? No le granjeaba la simpatía de los obreros pero sí la animadversión de los empresarios, con quienes don Daniel no congeniaba pero cuyo concurso en la vida económica le parecía importante.

Al paso del tiempo, el crítico comenzó a advertir rasgos preocupantes del temperamento, el carácter y la psicología del presidente, en especial su marcada «inclinación egocéntrica». «Echeverría cree que su voz será escuchada y atendida por todos los mexicanos, desde luego, pero también por los grandes monarcas y los poderosos jefes de Estado del Universo». Semana tras semana, señaló casos de dispendio, irresponsabilidad, incongruencia, inconsistencia, locuacidad y contradicción en los dichos y hechos de Echeverría.

A mediados de 1973, revirtiendo un siglo de tradición en el que el poder presidencial respetaba escrupulosamente la autonomía de la Secretaría de Hacienda (y, desde 1925, del Banco de México) y tras despedir a Hugo B. Margáin, quien le había advertido que el país topaba con los límites infranqueables de endeudamiento interno y externo, el presidente decretó que «la economía se maneja desde Los Pinos». Cosío Villegas publicó una crítica precedida de una frase letal: «El presidente Echeverría hace exactamente lo contrario de lo que yo haría de ser el mandamás de esta desdichada nación». De haber sido el «mandamás» de México, habría evitado el «mal de derrochar a manos llenas el dinero público». Pero el mal estaba hecho y era de índole política. Su raíz estaba «en el carácter de monarquía absoluta que tiene nuestro gobierno, pues un emperador que lo es por derecho divino no tiene que dar cuentas a los hombres, simples (¡y tan simples!) mortales».

El presidente refrendó su analfabetismo económico en el incendiario informe del 1 de septiembre de 1973. El creador del Fondo de Cultura Económica lo volvió a reprobar. La economía de cualquier país dependía de infinidad de decisiones que obedecían al ánimo de la gente, y una palabra de más podía trastocarlo todo, con consecuencias lamentables: «Nada me apesadumbra tanto como el temor de que nuestro Presidente no aprecie bien que al consentir y aun alentar la inflación, él mismo está cavando la sepultura del más alto de sus propósitos, el de una repartición equitativa del ingreso».

Pero sí había algo que lo apesadumbraba más: que la tan cacareada «apertura democrática» fuese una farsa. Y pronto demostró que lo era. A la primera oportunidad, el presidente fustigó a «esos escritores que en el aislamiento de su gabinete de trabajo, a cambio de un menguado salario y solo por usar la maquinita de escribir que tenían delante, criticaban injustamente al gobierno». Cosío declaró que solo escribía con pluma fuente pero que intentaría hacerlo en el Jardín del Arte en San Ángel.

La verdad estaba clara: el presidente Echeverría era alérgico a la libertad de prensa. Por eso comenzó a tramar de varias formas el aniquilamiento del único periódico independiente de aquel tiempo, el Excélsior de Julio Scherer. Y por esa misma razón atacaría al veterano editorialista con el recurso habitual de los gobiernos autoritarios: la difamación. Pero el periódico y el autor perseveraron en su misión: publicar la verdad, ejercer la crítica.

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