No hay mucho más que decir sobre el debate del lunes. Cinismo, arrogancia y disciplina de Claudia Sheinbaum; oportunidad desaprovechada de Xóchitl; irrelevancia de Jorge Álvarez Máynez; pésimo formato; mediocre (en el mejor de lo casos) desempeño de los moderadores, en una misión ciertamente imposible. Perdimos los mexicanos, tanto los que lo vimos, como los que no, para los cuales se borró cualquier incentivo para sumarse al que sigue. Lástima de debate.
Ahora bien, estas conclusiones, casi consensuales en el seno de la comentocracia, nos ofrecen lecciones para el porvenir. No vale mucho la pena discutir las que involucran a Movimiento Ciudadano; ellos deberán decidir, más adelante, si el camino que escogieron fue el más indicado. Pero para las dos candidatas reales, lo que descubrimos nos sugiere mucho para su mandato, su victoria o su derrota, como sea que se repartan estos desenlaces.
Sheinbaum obviamente tuvo mucho que ganar al no responder a ninguna pregunta o ataque de Xóchitl. Era su guion. Pero ceñirse al mismo a pie juntillas, aunque demuestra disciplina, también entreabre una interrogante: ¿la falta de espontaneidad procede de la estrategia, o de la personalidad? Detrás de la fría imperturbabilidad ¿existe pasión, entusiasmo, o tristeza? Parece una especulación casi psiquiátrica, y por tanto ociosa y peligrosa, pero no por ello menos pertinente. En un país con una historia y una institucionalidad de presidencia omnipotente, la cabeza de quien manda, cuenta. La de Sheinbaum constituye hoy, más que nunca, un enigma. Para bien de su elección, mas no necesariamente de su mandato, si llega.
La candidata opositora, afortunadamente más transparente, reveló por ello más en el debate. Sí se le vieron las placas, para bien y para mal. Quienes la conocemos desde hace años, sabemos que lo suyo es la frescura, la espontaneidad, el botepronto, la naturalidad. Por eso nos sorprendió —para mal— en el debate. Desde el principio de su campaña —y me refiero al mes de junio del año pasado— sus amigos más cercanos —no figuro entre ellos, pero los conozco— insistían: “Let Xóchitl be Xóchitl”. No fue el caso. Decidió ceñirse también a un guion, pero que no era el suyo.
Enseguida, se notó su indecisión, que puede ser una gran virtud, si proviene de escuchar a muchos, o una debilidad, si se origina en la dificultad para tomar partido. Optó claramente por atacar a su adversaria, con cuestionamientos políticos y personales. No puedo estar más de acuerdo. Tal vez presentó elementos hasta entonces desconocidos (no lo sé). Pero no remató, encontrándose en el área chica y casi sin portero. No mandó al diablo a las preguntas y a los preguntones, para repetir cada vez una admonición: “Claudia, ¿por qué no contestas?” Y la Línea 12, y Rebsamen, y los hijos de AMLO, y las empresas contratadas por la CDMX, etc, etc, etc. Dio la impresión de reflejar o reproducir las divisiones dentro de su equipo: unos a favor del ataque, de la campaña negativa, de la guerra sucia o como quieran llamarle, otros no tanto. El promedio, la resolución salomónica, no existen. Subsiste la indecisión, y las medias tintas. En un debate son nocivas; en la presidencia, fatales.
Ningún país hoy parece poseer el lujo de contar con candidaturas de primera para gobernarlos. Estados Unidos ni se diga; América Latina se debate entre personas con talento e historia (Boric y Lula) con resultados decepcionantes, o dementes. En Europa, lo mejor que se puede decir de los actuales gobernantes es que a cada país le podría ir peor. Y en una de esas, así le irá: Francia con Marine Le Pen, por ejemplo.
Sigo creyendo que no nos puede ir peor que ahora. Y que Xóchitl puede remontar, y Claudia sorprender. Pero el debate difícilmente fortaleció estas esperanzas. Al contrario: redujo, como se suele decir, las expectativas. En una de esas, mejor.