La polarización es una vieja táctica política. Dividir en dos bandos a la sociedad y convertir todo en un enfrentamiento entre ambos grupos. Suele ir acompañado de maniqueísmo. Unos son los buenos; otros, los malos.

En la polarización maniquea se pierde el centro y los matices. Desde el poder se atizan las diferencias hasta el punto de que el conflicto se sale de los cauces pacíficos y comienza la violencia. En no pocas ocasiones esto termina en una guerra civil.

México ha vivido dos veces este tipo de conflagraciones en su historia. La Guerra de Reforma en el siglo XIX y la Revolución en el XX. No sólo murieron cientos de miles de mexicanos, sino que ambos conflictos generaron un enorme retraso económico y social.

¿Eran evitables ambas guerras?

No lo sé. Siempre es difícil especular sobre contra factuales históricos. Lo que sé es que, una vez comenzada una guerra civil, es complicadísimo detenerla y las consecuencias acaban dejando una huella profunda en la sociedad.

Hoy en México tenemos un Presidente que utiliza la polarización como táctica política. Más que enfatizar las coincidencias que tenemos como nación, explota las diferencias. En pleno siglo XXI, demagógicamente habla de una lucha entre liberales y conservadores, entre porfirianos y revolucionarios. Obvio, él es el representante de los buenos (y ganadores) de la historia.

El régimen priista, en búsqueda de su legitimación histórica, siempre vendió la idea de que ellos eran los herederos de los vencedores de la Independencia, la Reforma y la Revolución, como si estos movimientos hubieran sido lo mismo en una larga continuidad histórica. López Obrador, con su retórica de la Cuarta Transformación, utiliza el mismo concepto. Él es el sucesor de los grandes movimientos del país. Sus adversarios, en cambio, son los gachupines, conservadores y porfirianos.

Demagogia aparte, el hecho preocupante es el uso de la polarización como arma política. Sin exagerar, esto puede terminar en conflictos sociales violentos, incluso en guerras civiles.

Veamos lo que está sucediendo en España. Ellos todavía tienen muy fresca la memoria de la mortífera guerra civil y su funesto desenlace: la dictadura franquista. Hace poco escuché a José María Aznar decir que los hijos de esa conflagración supieron perdonarse y concentrarse más en las coincidencias que los unían para construir una democracia. Lo mismo los hijos de los hijos de la guerra. Pero, decía el expresidente español, la tercera generación parece más obsesionada con las diferencias que siempre han dividido a los españoles. Han retomado, así, el camino del enfrentamiento.

Los políticos actuales, que son muy chiquitos, le han hecho eco poniendo en peligro no sólo la democracia española, sino el futuro mismo de aquel país.

Así lo describe Fernando Savater: “Desde tiempos del nefasto Zapatero se ha vuelto a una bipolaridad política cargada de revanchismo guerracivilista que poco tiene que ver con la armonía de la que surgieron los acuerdos constitucionales”. El gran filósofo alerta de las posibles consecuencias: “Nunca ha estado más amenazada no ya la integridad democrática o la prosperidad social de esta vieja nación, nuestra España, sino su simple supervivencia”.

Savater pone sobre la mesa un tema toral: qué tanto esto se debe a los políticos o la ciudadanía. En el pasado, aduce, “no sólo es que hubo mejores políticos, más equilibrados o más escarmentados que los de ahora, sino, sobre todo, que tuvimos mejores ciudadanos, no obsesionados por ser de izquierdas o de derechas sino españoles capaces de comprender que la nueva y necesaria democracia española se haría con franquistas y comunistas, con anarquistas y veteranos de la División Azul”.

Regreso a México. Nuestras guerras civiles están más lejanas en el tiempo. No así la memoria de un régimen autoritario que, gracias a la presión social y la respuesta de políticos responsables, pudo transitar hacia una democracia.

Democracia que necesariamente se tuvo que formar con liberales, conservadores, porfiristas, revolucionarios, priistas, panistas, perredistas, comunistas, sinarquistas, en fin, póngale usted la etiqueta que quiera, pero una ciudadanía consciente de que, al margen de las diferencias ideológicas, a México le convenía una convivencia democrática.

Hoy, esa convivencia está amenazada desde el poder por un Presidente que no cree en la democracia. Y, sí, también una ciudadanía que parece más interesada en las diferencias que en las coincidencias.

¿Puede esto desembocar en un conflicto violento e incluso una guerra civil?

No tengo idea, pero el riesgo, como está sucediendo en España, es real.

X: @leozuckermann

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