Parece inminente, o en todo caso en enero, un acuerdo entre la Administración Biden y varios legisladores del Partido Republicano sobre la asistencia militar a Israel y Ucrania, así como el endurecimiento de la seguridad en la frontera sur de Estados Unidos y de los requisitos para el otorgamiento del asilo. Si el número de detenciones se dispara, se aceleran las deportaciones. Sin lo segundo, los conservadores norteamericanos no le aprobarán al presidente su paquete de ayuda, de más de 100 mil millones de dólares. Sin lo primero, Biden y los demócratas jamás aceptarían ni las ignominiosas restricciones al derecho de asilo, ni las deportaciones “en caliente” que exige la ultraderecha. México pagará los platos rotos.

En efecto, Biden probablemente concederá a los republicanos varios ajustes en la política migratoria estadounidense, todas las cuales encierran implicaciones perniciosas para México. Aunque los detalles siguen en suspenso, por lo menos dos cambios se antojan inevitables. El primero consiste en volver a la “expulsión expedita” (expedited removal), semejante a lo que fue el recurso del llamado Título 42 durante la pandemia. Se trata de poder deportar a personas que ingresen de una manera u otra sin papeles a Estados Unidos, privándolas del derecho de solicitar asilo y por lo tanto de esperar una audiencia dentro de dicho país, en algunos casos hasta dentro de dos años.

El segundo cambio implica volver al programa Remain in Mexico, o “Quédate en México” de Trump, disposición según la cual los solicitantes de asilo deben esperar su audiencia del lado mexicano de la frontera, convirtiendo a nuestro país en un “tercer país seguro” de facto. Ambas concesiones de Biden a la extrema derecha equivalen de nuevo a atiborrar las ciudades fronterizas mexicanas de migrantes de todo el mundo. Entrañan un costo exorbitante para México en materia de dinero, de violaciones de derechos humanos, de muertes (como los 40 incinerados en las instalaciones del Inami en Ciudad Juárez), de oportunidades para el crimen organizado, y de vergüenza internacional.

Todo esto le fue impuesto a López Obrador por Trump en noviembre de 2018, en la infame por humillante reunión de Marcelo Ebrard y Mike Pompeo, calificada posteriormente de rendición intolerable por Alejandro Encinas. Según varios libros, tanto de periodistas (ver Michael D. Shear, BORDER WARS: Inside Trump’s Assault on Immigration) como en memorias de protagonistas (ver Mike Pompeo, Never Give an Inch) y de acuerdo con múltiples declaraciones del propio Trump (“Nunca vi a alguien doblarse tan rápido (como Ebrard)”), en ese encuentro privado, semisecreto (en México nada lo es por completo), el delegado de López Obrador -antes de la toma de posesión- aceptó que decenas de miles de centroamericanos, venezolanos, cubanos y haitianos se hacinaran en la frontera norte de México en espera de audiencias. Como si se tratara de ciudades seguras, y como si las condiciones de su permanencia allí fueran iguales a las que prevalecen del lado estadounidense de la línea (la definición de un tercer país seguro).

Hablando en plata, López Obrador y a Ebrard no tenían alternativa. Sin experiencia, aterrados por la prepotencia de Trump, desprovistos de los instrumentos de Estado (de algo sirven), tuvieron que ceder. Probablemente se produjo la misma situación meses después, en mayo de 2019, cuando Trump amenazó con imponernos aranceles de hasta 25% si AMLO no hacía algo para detener los flujos migratorios “fuera de control” (aunque muy menores a los de hoy). Era mucho pedir que un gobierno ciertamente con mandato, pero inexperto y timorato, corriera el riesgo de pagar por ver: retar a Trump al responderle que dichos aranceles violarían el recién firmado T-MEC (o el antiguo TLCAN), y que el Congreso jamás se lo aprobaría.  No había de otra más que agacharse.

Pero esta nueva amenaza, ante la cual López Obrador se volverá a someter, ofrece una oportunidad. Por motivos que nunca entendí, y que nadie en el gobierno explicó claramente, México se rehusó a pedirle a Washington que asumiera el costo de “Remain in Mexico”. Estados Unidos ha contribuido con recursos a la Organización Internacional de Migración y a ACNUR para atender a algunos de los migrantes hacinados en  ciudades desde Matamoros hasta Tijuana, pero nada comparable con el costo de brindarles condiciones decentes de vida y espera.

Creo que fui el primero en comparar la sumisa actitud mexicana con la postura más cínica y oportunista del presidente Recep Erdogan de Turquía, en 2015. En un breve ensayo publicado por la revista Foreign Policy en julio de 2021, sugerí que México debía emular al mandatario turco (como algunos autores emularon mi ensayo, sin citarlo) y exigir una suma similar -seis mil millones de euros- a la que Erdogan le extrajo a Angela Merkel y a la Unión Europea, a cambio de recibir y mantener en su territorio a casi tres millones de refugiados sirios y afganos. Los europeos no han desembolsado todo el dinero, y tampoco han cumplido con la letra de otros compromisos, pero por lo menos Turquía obtuvo algo a cambio de hacer el trabajo sucio de Europa. México, hasta ahora, nada.

Para quienes pensaban que las guerras de Ucrania y Medio Oriente no nos incumben, la lección es evidente. La tasa de ocupación de los albergues en Monterrey y Mexicali depende del curso de los combates en el Donbas y Gaza. Y México es ya un factor en la próxima elección de Estados Unidos, no como piñata, sino porque puede ayudar a Biden, o derrotarlo, como probablemente lo desea López Obrador. En cualquier caso, en vista de que no nos alcanza como país para resistir la presión del norte, por lo menos logremos algo a cambio: recursos para aminorar el terrible maltrato a los migrantes.  Triste consuelo, pero consuelo al fin.

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