Es de noche y es hora de partir. Un grupo de entre 10 y 15 migrantes se alistan en una comunidad aledaña al Río Bravo, los guías les quitan las monedas que traen en las bolsas para que no hagan ruido y alerten a los perros vigilantes de la Border Patrol. En la orilla del río hay maleza y matorrales pequeños. Agazapado, un chico con celular en mano da la luz verde a la operación, es posible cruzar sin peligro, la “migra” no está en el área. 

Esta breve escena pertenece a uno de los variados relatos que los oídos de Óscar Misael Hernández han escuchado en los últimos 11 años, en su trabajo etnográfico con menores de circuito en la frontera de Tamaulipas y que compartió con estudiantes del Departamento de Estudios Sociopolíticos y Jurídicos (Dsoj) del ITESO. 

Previo al cruce, los migrantes son divididos por sexo y por generación. Los hombres jóvenes encabezan el pelotón y deben responder a la pregunta: “¿Quién sabe nadar?”. Aquellos que no saben deberán soportar la vergüenza de ir en las cámaras de llanta junto a mujeres y adultos mayores. Unos más, por pena, dicen que sí, cuando en realidad es no. El desenlace suele ser fatídico en esos casos, pero eso ya no es culpa del coyote. 

Jóvenes polleros 

En febrero de 2012, Óscar Misael Hernández llegó a la frontera de Tamaulipas, a la ciudad de Matamoros, la cual colinda con el valle sur de Texas. En su rol de antropólogo social, este egresado de El Colegio de Michoacán y de la Universidad Autónoma de Tamaulipas fue contratado por el Colegio de la Frontera Norte, Unidad Matamoros, para analizar el fenómeno de la migración de niños, niñas y adolescentes repatriados desde Estados Unidos. 

“Quería saber cuáles eran los motivos por los cuales esta población infantil cruzaba de manera irregular la frontera”, recordó. 

Su primera actividad de campo fue acudir a un Centro de Atención a Menores Migrantes Fronterizos y Repatriados (Camef) del Sistema DIF, un albergue temporal donde los agentes del Instituto Nacional de Migración (INM) llevan a los menores que son repatriados por la “migra” norteamericana. 

En estos establecimientos se encontró con varias categorías de menores deportados que viajan sin sus padres u otros adultos: estaban aquellos menores que provenían desde Centroamérica, que viajaban con amigos o primos y que se quedaban meses esperando ser regresados a su país de origen; los de procedencia mexicana que buscaban una mejora de vida y pasaban menos tiempo que sus contrapartes centroamericanas. Pero había unos que en 24 horas ya estaban de nuevo en la calle, a ellos los habían ido a buscar sus “tíos” o sus “hermanos mayores”. 

Eran conocidos como los “niños rojos”, porque en la bitácora del centro los identificaban con ese color de pluma para distinguirlos del resto. Estos chicos de entre 14 y 17 años eran también nombrados como “coyotitos”, “polleritos” o “pateros”. 

Estos adolescentes trabajan para la “maña”, como les dicen a los miembros del Cartel del Golfo (CDG), y su función es servir de guías para grupos de inmigrantes que desean cruzar al otro lado. Una actividad que como la del tráfico de drogas, el secuestro y el contrabando de armas, ya es parte del catálogo de un diversificado crimen organizado.  

El CDG intervino primero en el negocio de la inmigración ilegal cobrando una cuota a los coyotes que llevaban décadas trabajando en la región —hay toda una topografía relacionada con los animales para denominar este oficio. A los que llevan personas por el desierto se les dice coyotes, a quienes lo hacen a través del Río Bravo se le menciona como “polleros” o “pateros” (recordando aquella postal de los patos que van por el lago en fila con sus crías detrás)”—. Pronto se fueron apoderando del negocio poniendo a sus propios polleros y creando una profesionalización según las habilidades de cada trabajador. 

Así, se empezó a fracturar la idea del coyote en México y apareció todo un sistema de trabajo en el que se incluyó a enganchadores —los que ofrecen los servicios de coyotaje a los inmigrantes—; guías al interior del país —quienes llevan principalmente a los centroamericanos, sudamericanos o gente de otros países a través del territorio mexicano—; cuidadores —encargados de las casas de seguridad, sitios ubicados en la frontera donde esperan las condiciones adecuadas para atravesar la línea—; los guías que los van a pasar —labor que hacen estos “coyotitos” —; lancheros —cuando el paso se hace a través del río—; vigías o halcones —los que cuidan la zona y avisan que el camino está libre de patrullas fronterizas—, y levantadores —personas en Estados Unidos que recogen a los inmigrantes en camionetas del otro lado y los diseminan en pueblos—. 

Menores de circuito es el nombre técnico que le han dado los investigadores a estos chicos que llevan personas por el paso del norte. Hay una razón de fondo por la cual los líderes de los cárteles los reclutan: el coyotaje es un delito grave y castigable con cárcel, tanto en México como en el otro lado de la frontera norte, pero solo si eres adulto. Los menores pasan un tiempo retenidos y son liberados posteriormente, por lo que pueden volver a laborar, por lo tanto, no hay que pasar por la curva de aprendizaje con nuevos reclutas; los muchachos conocen la frontera, todos los pasos y veredas; saben dónde se brinca, saben nadar, saben todo. 

Estos jóvenes, además de residir en ciudades como Matamoros, Río Bravo o Reynosa, en su mayoría son varones, proceden de familias precarias y tienen orígenes rurales. 

“Un día mi primo me dijo que si me animaba a cruzar gente”: así explicaba uno de los chicos sobre como ingresó a esta labor. 

“Desde que tenía 15 años comencé en esto, trabajo por necesidad y porque nos pagan muy bien”, confesó otro. 

Por razones de seguridad, Óscar Misael se reservó los nombres de estos chicos, la mayoría está en un contexto de vulnerabilidad social y forman parte de un negocio bastante lucrativo. A un migrante centroamericano se le llega a cobrar hasta 2 mil dólares ya estando en la frontera, y entre 4 y 6 mil dólares trayéndolo desde su país de origen. 

A los menores con más experiencia les dan viajes al menos una vez por semana, pero pueden ser hasta dos, guiando grupos de entre 10 y 15 personas. El pago puede variar, pero aun así son bien retribuidos. A algunos les dan 400 dólares por trayecto, con otros se hace un estimado de 70 dólares por persona —todo depende del tipo de cobro que se hace a los migrantes—. La tasa suele subir si la “mercancía” proviene de Asia o del Caribe, y pueden llevarse hasta 100 dólares por cada uno.  

Lo que ganan casi siempre lo usan para ayudar a sus familias, pero también lo destinan para la compra de bienes suntuarios —ropa, celulares de marca, cerveza y rara vez, drogas—. El puesto de “coyotito” es parte de una cadena aspiracional, pues buscan avanzar en el escalafón y ser cuidadores o estar a cargo de un grupo de polleros. En contadas ocasiones quieren cambiar de giro o ser sicarios de un grupo armado. 

En los casos en que llegan a ser detenidos, son llevados a los centros de detención del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos (ICE, por sus siglas en inglés). Para ellos son “las hieleras”, por el intenso frío que ahí hace, pues los agentes suelen tener el aire acondicionado a tope. En una primera detención son regresados a los pocos días, sin embargo, con reincidentes pueden llevarlos a correccionales juveniles o a un programa de rehabilitación en la ciudad de San Antonio, donde pasan hasta tres meses.  

Las versiones coinciden en que durante su internamiento reciben terapia psicológica de parte de trabajadores sociales, pero también los llevan a museos o les muestran otro estilo de vida al que podían aspirar lejos del coyotaje. Lo cierto es que en realidad lo que quieren, dice Óscar, es obtener información sobre el modo en que los cárteles operan la empresa del traslado ilegal de migrantes, a modo de inteligencia criminal. Sin embargo, al retornar a México, los carteles hacen lo mismo con ellos, y obtienen información valiosa para sus operaciones. 

Las situaciones que viven estos menores, indica, son una suma de violencias institucionales y criminales, pues se someten a riesgos —que van desde lesiones físicas o psicológicas, hasta la pérdida de la vida— al trabajar sin permiso, al ser capturados y repatriados, o también cuando han perdido su carga (los migrantes), lo que puede acarrearles consecuencias como la retención del pago o castigos corporales. 

“En alguna ocasión sí dejaron de saber de algunos compañeros, así de la nada. Luego, cuando los chicos dejan de ser rentables para los intereses de los criminales, les dicen adiós, pero tampoco conviene dejarlos vivos, porque saben demasiado”, menciona. 

La tarea del investigador 

¿Por qué se investiga?, ¿qué incidencia tiene en la sociedad esta etnografía sobre la labor del coyotaje y los menores empleados en esta empresa parte del modelo criminal? Para Óscar Misael se trata de captar los matices de los diferentes fenómenos, y que los trabajos resultantes puedan ser insumos en materia de políticas públicas. 

“El problema es que a las y los académicos se nos toma muy poco en cuenta de parte de los tomadores de decisiones. Los insumos están y los presentamos en foros, en noticieros, se hacen documentos de coyuntura para que estén a disposición de las autoridades, pero no nos hacen caso”, dice. 

El contexto en las ciudades fronterizas es cruento. Históricamente hay un entorno de ilegalidad, incluso desde antes de que en Estados Unidos se diera la prohibición del alcohol en los años veinte y de las drogas en los años sesenta. Romper con esos ciclos, es muy complicado, reconoce.  

“A mediados del siglo 19, Manuel Payno (el escritor liberal) estuvo en Matamoros como encargado de una aduana, y decía que lo que le sorprendía eran tres cosas: que las mujeres eran muy guapas, que la comida era muy buena, y que todo mundo contrabandeaba cosas”, añade el académico.  

Al final de cuentas, en el problema de los menores coyotes, si bien hay cuestiones estructurales, en opinión del investigador también hay un tema de agencia individual, de decisiones de vida, pero la mayoría del tiempo los programas que se diseñan desde el gobierno no consideran los distintos niveles. 

Advierte que “hay una diferencia entre lo que necesitan las personas y lo que les interesa a las personas, y el Estado casi siempre piensa en lo que necesitan”. 

Las cifras del coyotaje 

Al finalizar 2019, hubo mil 849 casos de niños, niñas y adolescentes repatriados de EU en la frontera de Tamaulipas; de estos, al menos 30 por ciento fueron identificados como menores de circuito. 

Al terminar 2020, en plena pandemia, en las ciudades fronterizas se registró un total de 940 casos, pero de estos, 63 por ciento se identificó como menores de circuito. 

Entre las entrevistas con chicos “coyotitos” se obtuvieron los siguientes resultados respecto a los riesgos que ven al cruzar: 

86.8 por ciento dijo accidentes. 

4.1 por ciento maltrato de autoridades. 

2.1 por ciento perder la vida 

El resto algún otro tipo de riesgo.  

8 de cada 10 dijeron que volverían a cruzar la frontera.

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