El sueño no cumplido de López Obrador se proyectó el sábado en la ceremonia del Desfile Militar del 16 de septiembre: él convertido en dictador de un país aliado a las tiranías que abolieron las libertades individuales.

Sólo un sueño, porque gracias a la valentía de la mayoría en la Suprema Corte, a la prensa que asumió su responsabilidad, a partidos opositores que no se doblaron, a la sociedad que con su voto le quitó al gobierno la mayoría calificada en el Congreso, México se salvó de la dictadura.

Al menos, por ahora.

El proyecto del lopezobradorismo de llevar a México hacia la dictadura tiene candidata presidencial, cuyo nombre es de todos conocido: Claudia Sheinbaum.

Cantar victoria porque no pudo quedarse físicamente en Palacio Nacional, como era su intención, sería un error histórico.

El que piense que López Obrador desistió de su proyecto de instaurar en México una tiranía, es porque no lo conoce. O finge no conocerlo.

Su sueño, que es decir su proyecto, se evidenció en el balcón de Palacio Nacional donde estuvo rodeado de militares, su esposa, secretarios suyos, y ningún representante de los otros poderes.

Ahí estaba un solo poder: el suyo.

Y abajo, por las calles del Zócalo capitalino, junto al Ejército Nacional Mexicano, desfilaron tropas del 154O Regimiento Preobrazhenskiy de Rusia. Tropas de la tiranía de Daniel Ortega, de Nicaragua. De Nicolás Maduro, de Venezuela. De Díaz-Canel, de Cuba.

Por una parte, qué bueno que enseñó el escenario y las compañías con las cuales quiere estar. Y con quienes no tolera compartir siquiera un espacio físico en el día de la unidad nacional: los otros dos poderes de la Federación.

De tal manera que quienes por inocencia o conveniencia han sido condescendientes con AMLO, no podrán cerrar los ojos ante lo que vimos el sábado.

Para el interés nacional, lo que hizo el Presidente es una irresponsabilidad mayúscula.

Invitar tropas rusas a desfilar al Zócalo va mucho más allá de la megalomanía enfermiza de dominar la agenda y la discusión pública. Que se hable de él en primer lugar, para bien o para mal, pero estar ahí, en el centro de la conversación nacional.

Manchó un día de unidad nacional, al excluir de Palacio a los que piensan diferente a él, como es el caso de la presidenta del Congreso, Marcela Guerra. Y a quienes han cumplido con la función de frenar algunas de sus violaciones a la Constitución, como es la Suprema Corte. Norma Piña y la presidenta de la Cámara de Diputados debieron estar ahí, y fueron excluidas.

El Ejército ruso invadió a un país vecino, a sangre y fuego, Ucrania, la heroica nación a la que Putin le declaró la guerra. La representación de México en el Consejo de Seguridad de la ONU condenó la invasión, pero el Presidente de nuestro país invitó a los soldados rusos a desfilar en el Zócalo.

Su pacifismo es falso. Nuestro gobierno no está del lado de la débil víctima, sino del lado del Ejército agresor.

Atenta contra el interés nacional porque, como Ucrania, somos vecinos de una súper potencia nuclear, de historial expansionista e intervencionista.

Va contra el interés de México hacerles guiños y cortejos a los imperios cuando, en abierta violación a las leyes internacionales, despojan de territorio a sus vecinos. O invaden a otros países. Lo hemos padecido. ¿No que sabía mucho de historia?

Una vergüenza que por nuestras calles desfilen soldados de la dictadura nicaragüense, que encarceló a los candidatos presidenciales que iban a contender contra Daniel Ortega, y otros tuvieron que huir al exilio. Persigue a sacerdotes. Acabó con la prensa libre y la vigencia de los derechos humanos.

Ese es el México que quiere López Obrador. Sin opositores, sin separación de poderes, sin medios de comunicación en los que se exprese la crítica, sin derechos individuales, y él rodeado de militares allá en lo alto.

Se tiene que ir, pero no ha renunciado a su proyecto.

El México que quiere estará en la boleta electoral. Y el proyecto lo vimos el sábado en el balcón de Palacio y en el Zócalo.

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