Siempre creí que la izquierda tenía una identidad bien definida, algunos de cuyos rasgos se reconocían de inmediato en sus propuestas: el antiindividualismo, la expansión del Estado con el propósito de generar equilibrios sociales equitativos, la ampliación de la participación, la reforma fiscal, la extensión de los servicios públicos, el fomento a la educación y al desarrollo del conocimiento. También pensé que la izquierda ofrecía una política de la razón, porque en sus orígenes están la Ilustración y la revolución francesa; creí que la izquierda rechazaba el oscurantismo, que cuestionaba la concentración del poder y el fatigado presidencialismo; que traería cambios para mejorar las condiciones del país. La realidad se empeña en desmentirme.

 

Ahora el presidente López Obrador dice que es el suyo un gobierno de izquierda, pero veo políticas redistributivas que se aplicaron en los años ochenta y que probaron su ineficacia, un empeño en centralizar el proceso de decisiones digno de los tiempos de Luis Echeverría; veo un proceso de presidencialización de la política que amenaza con tragarse todo lo poco que avanzamos hacia un sistema político democrático, o por lo menos no tan autoritario como el del pasado, y encuentro pocos rastros de una política de la razón.

Lo que veo también son medidas que cortan de tajo desarrollos que habían transformado al Estado mexicano para adaptarlo no solamente a las fantasías neoliberales, sino a las exigencias de una sociedad que ha cambiado mucho desde los años setenta, que demandaba canales efectivos de participación política, medios auténticos de representación. Creo que lo que había que cortar de tajo es la arbitrariedad presidencial, y eso es precisamente lo que está de vuelta.

Creí que un gobierno de izquierda aceleraría el paso de la modernización, nunca me imaginé que el gobierno mexicano hoy en el poder estaría en las antípodas de las tradiciones de la izquierda. Pensé, como muchos, que en estos momentos estaríamos corriendo hacia el futuro; pero no. La sensación que ha generado el presidente es que, como los cangrejos, camina de lado y para atrás, y quiere jalarnos para llevarnos a un mundo que desapareció hace décadas.

Casi todos los días el presidente hace declaraciones, anuncia decisiones que nada tienen que ver con la izquierda democrática a la que jamás se le hubiera ocurrido tratar de controlar los temas de investigación de los científicos, controlar la moralidad privada o invitar al rezo. Andrés Manuel López Obrador está borrando la frontera entre lo público y lo privado, porque si uno va a misa no lo hará porque así lo instruye el señor presidente, sino porque así se lo dicta su conciencia. Hasta ahora el presidente ha gobernado con el estómago, con la emoción mal contenida que lo lleva todos los días a denunciar, acusar y señalar a los corruptos que son muchos, y, como corrupto es todo aquel que no piensa como él, pues cada vez habrá más. El estómago como órgano de gobierno lo ha llevado a violar leyes y reglamentos, o a cambiarlos en beneficio de sus amigos (aunque creo que el presidente no tiene amigos sino creyentes). Es la suya una política del resentimiento y la venganza; por ejemplo, a su expresión festiva de “Me canso ganso” subyace un “Aquí mando yo”, escalofriante.

El presidente está muy lejos de la izquierda en dos actitudes generales que lo colocan más bien en el campo de los conservadores: primero, su desconfianza en el prójimo. Andrés Manuel López Obrador no cree en la bondad natural del ser humano; parte de la premisa de que todos son corruptos o corruptibles. La izquierda, en cambio, fiel a la Ilustración, siempre ha sostenido lo contrario: los seres humanos son buenos por naturaleza, los que pecan han sido víctimas de la sociedad, pero son redimibles.

La segunda actitud esencialmente conservadora del presidente es su compromiso con el pasado y su básica indiferencia frente al futuro. Cuando habla de cómo éramos en los años setenta y de cómo todo debería ser como antes, se olvida que el contexto del México actual nada tiene que ver con los contextos de entonces. Él que se dice tan preocupado por la historia no se pregunta siquiera si no incurre en grave anacronismo cuando nos promete un México como el de ayer.

Un México como el de ayer giraba en torno al presidente; en ese México no creo que alguno de sus presidentes se habría atrevido a modificar la ley para que su amigo pudiera ser director de una empresa estatal, gobernador, o cualquier otra cosa mientras lo juzgara honesto.

Estábamos cansados de tanta corrupción. Es cierto, pero antes de ese agobio nos hartamos de las arbitrariedades del presidente, de la discrecionalidad en la aplicación de la ley, de la centralización política y de la concentración de la riqueza, de la opacidad de la información oficial, de la enorme distancia entre las palabras y los hechos. Estábamos cansados de los caminares sesgados de los poderosos.

Muchos de estos problemas empezaban a resolverse; tal vez con lentitud, pero no íbamos hacia atrás, no regresábamos allí de donde tanto trabajo nos costó salir. No seguíamos a un cangrejo.

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