Los pies se sentían pesados después de caminar dos semanas en medio de matorrales y brechas centroamericanas. Antonie y su hermana salieron de Haití y no les importó viajar en la clandestinidad, en manos de coyotes, para llegar a la frontera de Baja California y pedir asilo en Estados Unidos.

El precio que pagaron fue alto: su joven hermana murió en el camino cuando sus pies resbalaron, cayó en un río, la arrastró la corriente y se ahogó. Hace meses, para que unos lleguen a Tijuana, otros tienen que morir.

Después del terremoto en Haití, en 2010, miles salieron para buscar una mejor calidad de vida. Migrar a Brasil se convirtió en una opción, aunque por poco tiempo.

“Cuando llegué, un pastor de una iglesia me ayudó, me dio trabajo; yo limpiaba la iglesia y tocaba el piano, pero el trabajo se acabó y por eso nos fuimos de ahí”, narra Antonie Felix Trevil.

Le dijo a su hermana, Michelle, una joven mulata de 25 años, que iba a comenzar el viaje: un trayecto de 3,000 kilómetros hasta una ciudad llamada Tijuana, la frontera mexicana con Estados Unidos.

Se organizaron con un grupo de 20 personas, todos haitianos; se sentirían seguros para defenderse entre ellos. Cinco países después sabrían que la cifra no hace la diferencia: fue inútil.

“El camino para llegar a la frontera de México fue difícil, sobre todo en Nicaragua, donde pagamos a un guía 2,000 dólares para seguir hacia EU”, dijo con un gesto de molestia.

Caminaron dos semanas y dos días en zonas despobladas. “Mis pies estaban pesados, sentía que no podía seguir, pero había valor”, dice con firmeza. Pero los asaltos por los traficantes de personas, la fatiga, el hambre y la sed no serían lo peor…

En Colombia, su hermana caminaba al frente del grupo cuando encontraron un río. Escuchó gritos, eran de ella, y en aquel torrente pantanoso quedarían las últimas pisadas de la joven. “Murió”.

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