De todas las particularidades que tiene la lujosa casa de Carlos Torres, una llama especialmente la atención: su propiedad empieza en México y termina en Estados Unidos.

Hace unas tres décadas, el exitosos arquitecto construyó su peculiar residencia entre ambos países antes de que en 1994 comenzara a erigirse el polémico muro en varios tramos de la frontera y que ahora el presidente Donald Trump quiere ampliar.

Mientras la promesa estrella del republicano para frenar la migración y el narcotráfico ha levantado polémica en México y otras partes del mundo, Torres y sus vecinos fronterizos han aprendido a vivir, literalmente, a la sombra del muro.

Con una enorme sonrisa, desde el patio de su casa, Torres señala un poste metálico que dice «USA BORDER», el cual también tiene una flecha que apunta el sitio exacto en la tierra donde termina su país y empieza la superpotencia del norte.

Desde ese lugar también se asoma la oxidada barda original que Carlos decoró con floridas enredaderas y pinturas.

«Los muros no van a parar la migración», dijo Torres desde un mirador de madera donde se ve la vieja verja metálica que se adentra al océano Pacífico por Playas de Tijuana y el más reciente muro de 2007 pegado a una carretera vigilada por la Patrulla Fronteriza estadounidense.

Pocos kilómetros al este de la casa de Torres se alza la inusual «residencia» del guatemalteco Joaquín, que también tiene vistas a ambos lados de la frontera.

Cuando fue deportado de Estados Unidos hace unos años, este joven chef centroamericano decidió hacer su morada en la copa de un árbol pegado a la barda, donde colocó precariamente una desgastada colchoneta para dormir y sus escasas pertenencias.

El joven recorre a diario el margen de la cerca fronteriza que converge con un canal de cemento por donde hace años pasaba un río y que además ha sido refugio de miles de deportados. Ahí él busca «buena basura» que luego revende a las recicladoras.

Desde las ramas de «su árbol» mira con nostalgia la bandera estadounidense que le recuerda que allá están su esposa y su hijo. Al mismo tiempo observa el trasiego de decenas de miles de residentes fronterizos que cruzan a diario la frontera para estudiar, comprar o trabajar.

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«Intenté muchas veces cruzar, ya hasta me conocían los ‘migras’ (agentes fronterizos) pero no lo logré», dijo Joaquín, quien solo puede ver a su familia de vez en cuando. «La verdad, creo que muchos merecemos estar acá. No hemos hecho bien las cosas», agregó afligido.

Pese a que la mayoría de los mexicanos repudian el proyecto, algunos habitantes de la frontera creen que el actual vallado logró desplazar el narcotráfico y la trata de personas a otras regiones menos vigiladas, aunque no pudo detener la violencia.

Mientras que para el arquitecto Torres la cerca es un elemento decorativo más en su cómoda vivienda, para Carmen y su esposo Pedro se ha convertido en parte integral de su humilde propiedad, construida con maderas y láminas de zinc en Nido de las Águilas.

«Algunas veces sí se nos han metido al patio personas que quieren cruzar», dijo la mujer, mientras tendía la ropa en una cuerda anudada entre un árbol y la oxidada valla que hace las veces de pared para el patio de la vivienda.

«Esta zona ha sido muy insegura por años, ha habido secuestros y muertes, pero uno se acostumbra a vivir con eso», agregó con gesto de resignación.

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