Aunque las relaciones entre México y Estados Unidos hayan transitado por mil momentos difíciles y contradictorios, algo nuevo parece ocurrir. La clave es la concurrencia de dos gobiernos singulares en la historia de ambos países: el de Donald Trump, a partir de 2017, y el de Andrés Manuel López Obrador, desde 2018. El centro de la novedad es la migración centro y sudamericana, cubana, haitiana y africana.

Ya con Trump en el poder nada fue del todo igual: amenazas y agresiones constantes sobre el muro, sobre México como país de “bad hombres” y sobre la cancelación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). El desenlace de las tensiones, sin embargo, se pospuso en el tiempo. Fue firmado un nuevo acuerdo comercial, el T-MEC, cuya ratificación quedó en suspenso. El muro y las deportaciones se volvieron parte de la normalidad, y el flujo migratorio centroamericano se mantuvo soterrado en discusiones privadas del más alto nivel. Fueron tiempos complicados, sin duda, pero nada por completo distinto de otros momentos de la historia reciente.

A partir de la llegada al poder de López Obrador el tenor de la relación cambió. Por un lado, quedaron atrás las rispideces mediáticas con Peña Nieto y la prioridad otorgada a los temas comerciales. Por el otro, la migración centroamericana ocupó el lugar central, por lo menos durante todo 2019. El reto no era nuevo, pero adquirió una relevancia y un grado de conflictividad desconocidos desde hace varias décadas.

El problema de lo que los norteamericanos llaman “OTM Migrants” (Other Than Mexican Migrants) viene de lejos. Probablemente arrancó en el sexenio de Miguel de la Madrid cuando las guerras centroamericanas produjeron una corriente caudalosa de refugiados hacia México y hacia Estados Unidos. Guatemaltecos y salvadoreños destacaron por su carácter dual: huían de guerras reales y de una miseria económica igualmente real, potenciada por las guerras. Decenas de miles de refugiados guatemaltecos se instalaron en Chiapas, para después ser reubicados en Campeche. Decenas de miles de salvadoreños llegaron a las grandes ciudades del centro de la República. Muchos preferían permanecer en México; otros, como los protagonistas de la icónica película El Norte, optaron por buscar oportunidades en Estados Unidos. Los hondureños figuraron poco en aquella oleada. A pesar de haber sido convertidos en el “portaviones terrestre” de la guerra estadunidense contra los sandinistas en Nicaragua, los originarios de ese país no iniciaron su éxodo masivo hacia Estados Unidos sino más tarde, debido a catástrofes naturales como el huracán Mitch en 1998.

En los años ochenta y noventa Washington presionó a México reiteradamente para que evitara que los centroamericanos no-nicaragüenses arribaran a sus palmares y sus tierras (como diría Ricardo Palmerín). México accedió sin prodigarse a dichas peticiones mediante distintas fórmulas, por ejemplo, el Grupo Delta. Pero el hecho es que desde la segunda mitad del gobierno de Salinas de Gortari hasta los principios del de Peña Nieto, por 20 años la migración centroamericana a través de México no tuvo un lugar preponderante en la agenda binacional con Estados Unidos.

El nuevo gran diferendo migratorio inicia en julio de 2014, todavía bajo las presidencias de Obama y Peña Nieto. Durante aquel verano decenas de miles de menores centroamericanos no acompañados emprendieron el viaje desde sus países hacia la frontera norte de México, buscando ingresar a Estados Unidos sin papeles, pero en muchos casos con familiares dentro de esa nación. Obama, con una elección de medio periodo inminente, y recordando el daño que el éxodo del Mariel le había hecho a Jimmy Carter en 1980, se apresuró a pedirle ayuda a Peña Nieto. Le cuesta trabajo. Según la versión de un alto funcionario norteamericano de aquella época, Dennis McDonough, el jefe de la Casa Blanca buscó comunicarse varias veces, en vano, con su homólogo mexicano; el presidente mexicano no tomaba la llamada. Finalmente, el embajador de México en Washington, Eduardo Medina Mora, destrabó el asunto y los presidentes hablaron y se entendieron.

Peña Nieto accedió a la petición de Obama: contener el flujo centroamericano, y lanzó el Plan de la Frontera Sur, enviando efectivos de la Policía Federal y del ejército al límite con Guatemala. Rápidamente bajó el número de deportaciones de Estados Unidos a los países del Triángulo Norte, disminuyó el paso de niños sin familiares, y aumentaron, en cambio, las deportaciones desde México a Centroamérica. México ni pidió ni obtuvo nada a cambio. Le hizo el trabajo sucio a Estados Unidos, evitándole a Obama una debacle electoral mayor que la que padeció. Nos salvamos, puede alegarse, de un escenario peor que la alternativa. Con un posible inconveniente. Sin que se pueda determinar de cuántos efectivos consistió el Plan Frontera Sur, su puesta en práctica coincide con el repunte de la violencia en México. ¿Pudo deberse aquel aumento a la dispersión de un aparato de seguridad de por sí insuficiente, obligado a asumir otras tareas y ocupar otros espacios, desprotegiendo lo esencial, la seguridad de la población en su conjunto?

El hecho es que las detenciones en la frontera sur de Estados Unidos se desplomaron, llegando en mayo de 2017 a menos de 20 mil al mes. Las detenciones y las deportaciones mexicanas crecieron y, con ellas, la extorsión, las violaciones, los abusos y la falta de respeto por los derechos humanos. Gracias a ello durante 2017 y parte de 2018 Trump concentra sus furias antimigratorias contra los mexicanos en Estados Unidos y en el tema del muro.

En el año 2012 Obama alcanzó la cima de las deportaciones desde Estados Unidos, de ahí su apodo del “Deportador-en-Jefe”, pero desde entonces habían caído. A partir de la segunda mitad de 2017, ya con Trump en el gobierno, crecieron de nuevo, pero ahora con un cambio cualitativo. Obama deportaba a personas con antecedentes penales; Trump, indiscriminadamente. Obama deportaba a personas en la línea, o cerca de la frontera, con poco tiempo en Estados Unidos; Trump, a mexicanos en el interior del país, muchos de ellos con raíces en Estados Unidos: familia, empleo, vivienda, crédito, etcétera. La diferencia de dolor, desgaste y miedo sembrado en comunidades enteras es enorme. Pero por múltiples razones las cifras de Trump tardaron en acercarse a las de Obama. A mediados de 2019 no habían llegado a las de 2012.

Una de las explicaciones es el nuevo flujo de migrantes centroamericanos, sobre todo hondureños. A principios de 2018 las cifras de detenciones de centroamericanos en la línea México-EU pasaron de 20 mil al mes en promedio hasta 50 mil mensuales en el segundo semestre. Hay varios motivos del auge. Uno es el recurso al asilo. Diversos activistas de Honduras, El Salvador y Guatemala comprenden que si un migrante solicita asilo en Estados Unidos, y va en compañía de un menor de edad, se eleva la probabilidad de que logre una primera audiencia y espere la segunda en libertad. Conforme se saturan los centros de detención dicha probabilidad crece: no hay espacio para tanta gente.

En segundo lugar, desde tiempo atrás, pero sobre todo a partir de la Semana Santa de 2018, los centroamericanos descubren las virtudes de realizar su éxodo en caravanas. Viajar juntos reduce costos y el peligro de ser asaltados, vejados, asesinados. Proliferan las caravanas; para octubre adquieren dimensiones insólitas. La última con la que debió lidiar el gobierno de Peña Nieto muestra la debilidad del Estado mexicano. No es capaz de, ni está dispuesto a, impedir el paso, reprimir a los migrantes o contener la caravana. Al término de más de un mes de odisea, los migrantes extenuados llegan a Tijuana, miles de kilómetros al norte de sus respectivos países. A la par, el esfuerzo mexicano se debilita: caen las deportaciones de México a Centroamérica en 2016 y 2017, y aumentan poco en 2018, dado el flujo creciente (ver tabla).

En Estados Unidos un Trump ansioso trata de capitalizar las imágenes de la caravana para las elecciones de medio periodo de noviembre. Sin embargo, no logra sacarle provecho. Pasado el momento de mayor histeria, López Obrador toma posesión el 1 de diciembre, con varias caravanas formándose en Honduras y El Salvador. Se produce entonces un cambio en el discurso mexicano; el cambio que provocará la marea migrante subsiguiente y una crisis mayúscula con Estados Unidos.

López Obrador, lo mismo que su secretaria de Gobernación, el titular del Instituto Nacional de Migración, y otros voceros del flamante nuevo gobierno proclaman una política de “brazos abiertos” hacia los “hermanos centroamericanos” que ingresan a México. La nueva retórica se acompaña del anuncio de un nuevo plan —el enésimo— de ayuda a Centroamérica, y de la expedición de visas humanitarias a los extranjeros que entran a territorio mexicano. El número de visas es limitado, pero la noticia se riega como pólvora por toda la región y llega hasta África. La novatada sale muy cara, como por cierto le saldrá al Partido Demócrata si la repite en Estados Unidos en 2020.

Después del ya citado derrumbe inicial de 2105 y 2016 el número de detenciones de personas sin papeles en la frontera entre México y Estados Unidos se eleva por el flujo creciente de centroamericanos solicitando asilo. Hacia mediados de 2018 la cifra crece hasta los 50-60 mil mensuales. Con el anuncio de hospitalidad del nuevo gobierno se disparan los números a niveles desconocidos (ver gráfica).

La nueva política del gobierno de López Obrador descansa en dos premisas falsas. La primera, la más grave, consistió en equiparar, por lo menos tácitamente, a quienes huyen hoy de la violencia y la miseria en los países del Triángulo Norte con los refugiados que abandonaron los mismos países en los años ochenta y noventa del siglo pasado por las guerras centroamericanas. Los segundos buscaban abrigo contra la represión y la guerra. En muchos casos constituían una especie de retaguardia de los grupos insurgentes en El Salvador (FMLN) y sobre todo Guatemala (UNRG). Estos últimos deseaban permanecer lo más cerca posible de la frontera, tanto para recibir a nuevos refugiados como para apoyar a los grupos guerrilleros. No pensaban asentarse en México, ni mucho menos en Estados Unidos. Los migrantes/refugiados de ahora, al contrario, lo último que desean es permanecer en Chiapas, Tabasco, Oaxaca, o en cualquier ubicación de la República mexicana. Las visas humanitarias las utilizaron para irse de inmediato al norte.

La segunda premisa falsa fue la idea de que el número de recién llegados equivaldría grosso modo al número de visas emitidas. Por desgracia, por cada visa humanitaria —15 mil en total, sostuvo el gobierno mexicano— entraban a México casi cinco extranjeros más. No querían la visa; atendían el llamado —a su buen entender— de que México ofrecía libre tránsito hacia Estados Unidos.

Un académico conocedor del tema como Tonatiuh Guillén del INAMI no podía desconocer estos hechos y antecedentes. Pero fue perdiendo batalla tras batalla, hasta su renuncia a principios de junio. En realidad Guillén, la secretaria de Gobernación y el subsecretario para Derechos Humanos habían sido derrotados desde el 22 de noviembre, antes de su propia toma de posesión.

Ese día, en Houston, se celebró la segunda reunión entre Marcelo Ebrard, el secretario de Relaciones Exteriores designado de López Obrador, y Mike Pompeo, el secretario de Estado norteamericano. Carecemos de una versión mexicana del encuentro. Al parecer el mexicano entró solo a la reunión, sin staff ni tomador de notas, salvo posiblemente su amigo Javier López Casarín. Allí Ebrard aceptó el principio del programa que se denominaría “Remain in Mexico” y accedió a casi todas las peticiones estadunidenses, a diferencia de su predecesor, que por lo menos de labios para afuera se negó siempre a admitir la firma de un acuerdo de Tercer País Seguro con Estados Unidos.1

La aceptación del esquema “Remain in Mexico” fue calificada por Pompeo, según altos funcionarios estadunidenses, como “too good to be true”. El esquema reviste varias características. La principal es que los solicitantes de asilo en Estados Unidos, después de haber pasado por su primera entrevista en la cual reivindicarían un “temor creíble” por su vida, en términos de la Convención sobre Refugiados de la ONU de 1951, esperarían en México el veredicto de la segunda y decisiva. Así, “Remain in Mexico” equivale a un acuerdo de facto de “Tercer País Seguro”, ya que la modificación de las condiciones de las entrevistas iniciales en Estados Unidos y el ritmo de devolución aseguraban que ninguna solicitud de asilo sería aceptada. Se cancelaría el derecho de asilo en Estados Unidos, a pesar de ser parte, desde 1968, de la Convención de 1951 y el Protocolo de 1967.

La espera de la segunda audiencia, debido a la saturación del sistema, pero también a una política deliberada de Customs and Border Protection (CBP), podía prolongarse más de un año. En lugar de encontrarse en Estados Unidos, en libertad, con familiares, lo harían en albergues insalubres, desprovistos de recursos, en Tijuana, Mexicali y Ciudad Juárez. Deberían enfrentar los peligros de algunas de las ciudades más inseguras de México, todo ello con la intención de que desistieran de su sueño de ingresar a Estados Unidos como asilados. Otra característica del programa exigía que CBP sólo atendiera unas 20 solicitudes diarias, de tal suerte que se amontonarían los solicitantes del lado mexicano.

La avalancha fue impresionante. En febrero de 2019 el total de detenidos por Homeland Security alcanzó la cifra de 75 mil; en marzo 109 mil; en abril 123 mil y en mayo 144 mil. En junio, como cada año, por el calor del verano y debido a la nueva política mexicana, descendió a 104 mil. Las autoridades norteamericanas, empezando por su máximo jefe, pusieron el grito en el cielo. En consecuencia, las autoridades mexicanas rápidamente cancelaron la expedición de visas humanitarias. Demasiado tarde. Ya estaban en camino cientos de miles de migrantes del mundo entero hacia Chiapas y la tierra prometida. “Remain in Mexico” no funcionó, porque muy pronto los centroamericanos y cubanos resolvieron ingresar sin papeles y por zonas no acreditadas a Estados Unidos, y entregarse a la Patrulla Fronteriza (BP) para solicitar asilo. Por más que deseaban devolverlos a México de inmediato, sólo podían hacerlo a cuentagotas. Entraban por centenares. El 1 de junio circuló en los medios un video de más de mil solicitantes cruzando por una brecha en Ciudad Juárez/El Paso, siendo detenidos por la BP y CBP. Trump estalló.

Según él, le había advertido ya a López Obrador que el tema era prioritario, y que estaba insatisfecho con los esfuerzos mexicanos. Su primera queja había sido presentada por su yerno, Jared Kushner, durante una cena con López Obrador en la Ciudad de México el 19 de marzo. La segunda fue transmitida en un encuentro de la secretaria de Gobernación con la titular de Homeland Security en Miami el 26 de marzo. En ambas ocasiones, según los informantes norteamericanos, los planteamientos sobre la insuficiencia de los esfuerzos mexicanos fueron extremadamente explícitos, así como sobre la necesidad imperiosa de un mayor empeño, y la propuesta, de nuevo, del Acuerdo de Tercer País Seguro, que México seguía rechazando formalmente, aunque lo había aceptado en los hechos.

Así llegamos en junio a la crisis de los aranceles y la anuencia mexicana de firmar un acuerdo de Tercer País Seguro con Estados Unidos, a cambio del desistimiento por Trump de su amenaza de imponer aranceles de 5% a 25% a las importaciones de Estados Unidos a México.

No por primera vez, pero sí de manera explícita, formal y decisiva, el gobierno mexicano aceptó realizar el trabajo sucio de Estados Unidos en su propia frontera sur. Envió más tropas al límite con Guatemala (seis mil, según el acuerdo); impidió el tránsito por México hacia Estados Unidos; bloqueó la salida de centroamericanos hacia Estados Unidos (con 15 mil guardias nacionales); y decidió recibir a todos los posibles solicitantes de asilo a Estados Unidos en su territorio (de 20 a 30 diarios en enero-mayo de 2019, hasta casi 200 al día a partir de junio). La opinión pública mexicana en un primer momento aplaudió las políticas de refoulement y de cierre de las fronteras, pero vio con malos ojos la subordinación frente a Estados Unidos, sobre todo para un gobierno autodenominado de izquierda.

En los días subsiguientes, pero antes del plazo de 45 días otorgado por Washington a México para reducir en por lo menos 20% el número de llegadas a la frontera del río Bravo y adláteres, Trump y sus colaboradores fueron dibujando los contornos de lo que sería un acuerdo definitivo. No conoceremos hasta después de la publicación de estas notas los detalles del convenio, pero podemos adelantar algunas ideas, agregando que ya Trump le restó importancia al acuerdo al anunciar una acción unilateral odiosa, probablemente ilegal, y desastrosa para México. Se trata de una imposición, aparentemente aceptada por México. A partir del 16 de julio, quienes hayan llegado a Estados Unidos procedentes de un “tercer país” que no sea el suyo, no podrán siquiera solicitar asilo en Estados Unidos. Deberán hacerlo en el país donde se encontraban antes de ingresar a Estados Unidos: básicamente México. Sólo podrán solicitar asilo en Estados Unidos si lo hicieron previamente en ese otro país, y les fue negado. La medida obligará a México a aceptar la devolución (refoulement) de decenas de miles de personas, aunque es muy probable que los tribunales rechacen la medida de Trump. Es una vergüenza, para Estados Unidos, y para México.

Volvamos a los compromisos nuestros. Primero, México hará lo necesario para reducir de manera duradera el número de extranjeros que se acerquen a su frontera norte, para alcanzar la meta del promedio de los “mejores” momentos de la primavera y el verano de 2017, es decir entre 15 mil y 30 mil al mes, incluyendo, desde luego, a mexicanos.

Segundo, México aceptará la devolución del mayor número posible de solicitantes de asilo presentes ya en Estados Unidos —cifra que pueda superar los 100 mil en 2019 y alcanzar niveles superiores más adelante— y que esperarán más o menos indefinidamente sus segundas audiencias en territorio mexicano. Ahí sus solicitudes serán rechazadas en la inmensa mayoría de los casos, confirmando así, de nuevo, la situación de Tercer País Seguro de facto.

Tercero, México impedirá como pueda la salida de extranjeros en la frontera norte hacia Estados Unidos, patrullando la línea de su lado, deteniendo a quienes se aproximen a ella y resguardando a los solicitantes en espera de audiencia en centros de detención y campamentos vigilados de salida restringida.

Por último, México desplegará a sus fuerzas de seguridad en una larga serie de puntos clave en el territorio nacional (chokepoints) donde revisará documentos de todos los transeúntes (por ejemplo, la credencial de elector en los autobuses de línea), incluyendo, de manera inevitable, a mexicanos. Habrá verificación, detención y deportación en las carreteras, La Bestia, los camiones de pasajeros, las balsas del Suchiate, los hoteles, los albergues, las iglesias: en una palabra, en cualquier lugar donde pueda haber extranjeros.

Con suerte, habilidad, cinismo y la pasividad de los medios nacionales y de la oposición, López Obrador podrá tal vez librar la acusación de haber aceptado un acuerdo de Tercer País Seguro. Ya están en marcha las trampas y mentiras para disimularlo. La primera será, si Trump lo acepta, denominar el convenio de otra forma: Primer País de Asilo, por ejemplo. La siguiente seguramente será disfrazar el acuerdo bajo un manto regional: no es sólo con México, sino con varios países. Es poco probable, aunque no imposible, que Brasil, Panamá y Nicaragua se presten a esta farsa y detengan a migrantes/refugiados procedentes de África, Haití y Cuba sin permitirles seguir su camino a México y Estados Unidos. Guatemala estuvo a punto de hacerlo, pero la Corte de Constitucionalidad del país falló que el presidente Jimmy Morales requería de la autorización del Congreso para firmar un acuerdo con Trump, y por ahora ya no sucedió. Las presiones norteamericanas sobre Guatemala serán enormes; habrá que esperar los resultados de las elecciones en ese país para conocer con precisión el desenlace. Por lo pronto, la medida unilateral de Washington afecta directamente a salvadoreños y hondureños que ya no podrán solicitar asilo en Estados Unidos: sólo en México. López Obrador no podrá decir que aceptó un acuerdo regional de Primer País de Asilo. Las consecuencias para los interesados, y para México, serán idénticas.

Finalmente, el gobierno mexicano seguirá insistiendo en su mítico Plan de Desarrollo Integral para Centroamérica, a pesar de que nunca recibirá financiamiento norteamericano, y por tanto será nonato, como todos los esquemas anteriores. Conviene recordar que el primero —el llamado Acuerdo de San José— fue firmado por José López Portillo y Luis Herrera Campins de Venezuela en 1980, y se basaba en un descuento de 30% en el precio del petróleo que pagaban los países centroamericanos y del Caribe. No sobrevivió a la crisis mexicana de 1982, pero fue un buen intento. El segundo partió del llamado Mecanismo de Tuxtla Gutiérrez, creado por Ernesto Zedillo, y que se transmutó en el Plan Puebla Panamá de Vicente Fox. Todos partieron de la evidente necesidad de cooperar con el desarrollo de países menos prósperos que México, que padecía de una manera u otra los efectos del retraso de sus vecinos. Todos fracasaron, o no vieron la luz del día, por la misma razón: falta de financiamiento. No existe razón alguna para suponer que sucederá algo distinto en esta nueva versión.

Por desgracia, las primeras consecuencias para un México aterrado que tomó la decisión de realizar el trabajo sucio de Trump aparecieron de inmediato. Las fotos de agentes de migración mexicanos arrancando a niños de los brazos de sus padres para conducirlos a centros de detención en Tapachula indignaron a algunos. Las de militares mexicanos en Ciudad Juárez cerrando el paso hacia Estados Unidos a una mujer hondureña y sus dos hijas, también. Y la toma del padre salvadoreño ahogado, junto con su hija de dos años abrazándolo, dio la vuelta al mundo. Las imágenes del trabajo sucio han hecho la denuncia de una terrible realidad mucho antes que sesudos análisis o alarmantes informes de Amnistía Internacional o Human Rights Watch.

Otras implicaciones de la terrible nueva normalidad migratoria entre México y Estados Unidos son las siguientes: México sigue siendo un país expulsor de emigrantes. Los altos funcionarios y epígonos del nuevo gobierno se han entusiasmado tanto, y estudiado tan poco, con la tesis de “net zero”, que olvidan un hecho fundamental. Por varios motivos estadísticos y jurídicos es posible que el flujo indocumentado saliente de México haya disminuido desde la recesión de 2009. Pero sigue siendo enorme, tanto con papeles (cada vez más) como sin ellos: más de 200 mil al año. Ningún país del mundo envía a tanta gente a Estados Unidos, y la tendencia parece incrementarse de nuevo. Los 12 millones de ciudadanos mexicanos en Estados Unidos, con o sin papeles, superan de lejos al número de nacionales de cualquier otro país. Padecen el mal trato, el racismo, la discriminación, las amenazas y las realidades de la deportación, las detenciones arbitrarias y lo que se llama “racial profiling” o preidentificación racial.

Este tema, que forma parte del recurso de inconstitucionalidad presentado por la Comisión Nacional de Derechos Humanos ante la Suprema Corte a propósito de las leyes que crearon la Guardia Nacional, es muy conocido en Estados Unidos. Se trata de la práctica, común entre policías municipales, estatales y algunas agencias federales, de detener, interrogar y verificar los documentos de personas que “parecen” sospechosas, indocumentados, mexicanos, centroamericanos, terroristas musulmanes o árabes. Es ilegal en Estados Unidos, pero igual sucede. La razón de la ilegalidad es parecida a la que existe también en México: no hay una cédula nacional de identidad. A priori ¿cómo saber si un peatón o conductor es “legal” o “ilegal”? Sólo exigiendo papeles que no son de portación obligatoria, de alguien que “parece” extranjero. Eso es lo que ahora se le pide a los pobres integrantes de la Guardia Nacional, que no tienen, ni deben tener, idea alguna de cómo proceder.

¿Quiénes son los no-estadunidenses a quienes afecta el “racial profiling”? De manera aplastante, mexicanos. Con todos estos procedimientos infames emprendidos por el gobierno mexicano en territorio mexicano se socava, si no es que se destruye, el discurso protector de los mexicanos en Estados Unidos. Esto se antoja especialmente grave ante la perspectiva de deportación, anunciada por el gobierno de Trump, de un millón de “ilegales” que ya han recibido órdenes de “final removal”, es decir, que han agotado sus recursos jurídicos. Más de la mitad serán inevitablemente mexicanos. Se puede tratar de un nuevo bluff de Trump… o no. Si le reclamamos a Trump la deportación, nos responderá con toda la razón: “No se hagan tontos; hacemos lo mismo ustedes y nosotros; a cada quien sus deportados”.

En segundo lugar, haber aceptado el ultimátum de Trump entrañó desde el primer día, e implicará a futuro, un grave deterioro del respeto a los derechos humanos en México. Traerá consigo un auge en el precio que pagan y el peligro que enfrentan los migrantes que, a pesar de las amenazas de AMLO y Trump, seguirán abandonando sus países. Detenciones, hacinamientos en centros de detención, violaciones, extorsión: los nuevos integrantes del INAMI y de la GN no tienen por qué ser muy distintos a sus predecesores (muchos de los cuales son y serán los mismos). Es un drama doble: humanitario y de imagen; los dos, demoledores para el país.

En tercer término, corremos el riesgo de jalar demasiado una cobija que sigue sin alcanzar para todos. Esto puede o no haber sucedido en 2015, cuando a la par de la contención migratoria se produjo un aumento de los homicidios dolosos en México que se volvería después dramático, y que dura hasta ahora. Tal vez aquel aumento se debió en parte al despliegue de fuerzas de seguridad en el sur a partir de septiembre u octubre de 2014. Ahora, el gobierno ha enviado más efectivos, a las dos fronteras, con un umbral de homicidios mucho más elevado que el de 2014. Es posible que nos llevemos otro susto por este motivo.

En cuarto lugar, podemos colocarnos del lado equivocado en un diferendo legal dentro de Estados Unidos. La American Civil Liberties Union, con otras organizaciones de derechos humanos, demandó a la administración Trump por el programa “Remain in Mexico”. No existe aún un fallo definitivo, pero la ACLU puede ganar, y Trump puede perder. Nosotros perderíamos también con él, porque con él nos alineamos.

En quinto lugar, finalmente, todo esto puede acarrear la ruptura del viejo axioma según el cual, con la excepción de algunas áreas —la guerra contra el narcotráfico, la política macroeconómica desde 1982, la seguridad de Estados Unidos en México— Washington dejaba que México fuera gobernado por los mexicanos. Con la preeminencia del factor migratorio, cuyo control implica un dominio territorial en toda la República y un despliegue de fuerzas de gran envergadura; con la decisión de López Obrador de evitar a toda costa cualquier conflicto con su vecino; con la debilidad económica del país debido a múltiples causas, entre otras los errores de política económica del gobierno; con lo imprevisible, errático y carente de límites de Trump, es posible que Estados Unidos entre en un proceso de microgestión de la política de seguridad y de control territorial de México.

Es innegable que la postura de AMLO frente a los migrantes —no necesariamente ante Trump— goza de una fuerte popularidad en México. Todos los países del mundo son xenófobos en mayor o menor grado; el nuestro no es excepción. La gente ve bien que se deporte a los centroamericanos, que no se les permita el paso por territorio mexicano; y que se les impida entrar a Estados Unidos si a cambio evitamos un conflicto comercial con Trump. Si ésta fuera la única consideración, no hay duda de que AMLO procedió de la única manera posible. Sin embargo, lo popular no es siempre lo correcto.

La política adoptada por López Obrador frente a la crisis migratoria, comercial y de seguridad con Trump, en buena medida autoinfligida, tiene un antecedente célebre, y un nombre en inglés. Quedar bien a toda costa, evitar un conflicto a cualquier precio, frente a un bully agresivo que se sabe no desistirá de sus agresiones, desde 1938 se llama appeasement (mal traducido como apaciguamiento). Cuenta con un origen: la postura de Neville Chamberlain y de Edouard Daladier en Múnich en 1938 frente a Hitler en torno a la ocupación de los Sudetes. Chamberlain se vanaglorió de su triunfo (“He traído la paz para nuestra época”). Daladier, más cínico y perspicaz, al contemplar la multitud que lo aclamaba cuando aterrizaba en Le Bourget, le confió a su colaborador Aléxis Léger, el poeta Saint-John Perse: “¡Estos pinches tarados!”.

1 Tercer País Seguro: concepto usado como parte de los procedimientos de asilo para transferir la responsabilidad del examen de una solicitud de asilo de un país de acogida a otro país que es considerado “seguro” (es decir, capaz de proporcionar protección a los solicitantes de asilo y los refugiados). Esta transferencia de responsabilidad está sujeta a ciertos requisitos que se desprenden del derecho internacional, en particular el principio de no devolución. ACNUR https://bit.ly/30R3Zmk.

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