¿Destruir o construir? Esa es la cuestión en la historia mexicana. Y sigue siéndolo. Aplicado a casi todos los presidentes, el veredicto de Daniel Cosío Villegas fue negativo: «Fueron magníficos destructores», escribió en 1947. ¿Pensaba lo mismo de Lázaro Cárdenas?

Sin sombra de ironía lo llamaba «mi general». Nunca escatimó su «gran admiración» por Cárdenas: «el suyo fue un gobierno de grandes impulsos generosos, todos ellos con finalidades de carácter incuestionablemente popular, de favorecer a la gente pobre». Pero los medios para alcanzar esos fines le parecieron a veces incomprensibles. «El caso de Cárdenas -me dijo, en una de las entrevistas que le hice a principio de los setenta- es para mí un tema de especulación, porque hay mil cosas que no entiendo de él».

Eran casi coetáneos. Tuvieron únicamente dos encuentros. El primero, no muy afortunado, ocurrió en 1935. Cárdenas le encargó un estudio sobre Yucatán. Cosío desahució el futuro de ese estado como productor de un solo cultivo y el presidente desechó el diagnóstico. Quizá de esa experiencia provino su convicción de que Cárdenas tenía «una alergia al intelectual inteligente».

Le achacaba ser «una gente muy pueblerina, muy provinciana», desconfiada de todo el que no pertenecía a su círculo cercano: «no tuvo un consejero inteligente, exceptuando Suárez, el Secretario de Hacienda; todos los demás eran gentes atropelladas, muchas veces deshonestas, simplemente demagogos». Esos rasgos del general lo desconcertaban. «Fue un hombre realmente notable pero incapaz de tener nociones generales de las cosas, de allí su afán de verlas con sus propios ojos, su perpetua movilidad».

Conviene precisar que Cosío fue partidario de la Reforma Agraria, pero en 1935 advirtió: «Esta obra necesita de una planeación inteligente, un esfuerzo constante y enérgico, un entusiasmo fervoroso y desinteresado, y una total desvinculación de la política». En 1971 me dijo: «Cárdenas fue un estupendo destructor. Eso de meterse con las haciendas de algodón, del café, que sus dueños habían defendido durante tantos años». No estaba argumentando en favor de los propietarios sino señalando la mala instrumentación. En el caso de La Laguna me dijo lo contrario. Ahí Cárdenas había logrado crear algo nuevo:

Era un ideal estupendo. Que todos los ejidos se reunieran para comprar una maquinaria común, que tuviera un plan de cultivo […] que se formara una cooperativa de ventas…

Más allá de la Reforma Agraria, la gestión de Cárdenas le parecía magnífica. Admiró su estilo grave y discreto, su generosa política de asilo, sus posturas internacionales y su disciplina institucional. Le pareció inexplicable que prefiriera a Ávila Camacho sobre Múgica (a quien conocía de cerca). Creo que en este punto se equivocaba. Cárdenas juzgó, con razón, que el radical Múgica habría destruido su obra.

Juntos, el general y el historiador, construyeron una obra cultural perdurable. Hacia 1936, siendo representante mexicano en Portugal, Cosío concibió la idea de traer a México a los intelectuales españoles. Cárdenas acogió la propuesta con inmenso entusiasmo. En una carta, Cosío admitió su error de apreciación: «el Presidente no falla en generosidad y comprensión cuando alguien le plantea bien las cosas». Tiempo después, los «transterrados» se incorporaron al FCE y a la Casa de España, renovando la cultura y las humanidades en todo el orbe hispano.

La admiración del historiador creció cuando el general dejó el poder. Era «la conciencia de la Revolución Mexicana». Le impresionó su «testamento político». Abandonando todo «convencionalismo, hipocresía y mentira», en ese texto -importa recordarlo ahora- Cárdenas señaló que el cumplimiento de la «no reelección», en la que creía de manera absoluta, no se complementaba con un similar apego al «sufragio efectivo». De ahí su condena a la «perenne soledad en los triunfos electorales basados en la unilateralidad obligada del sufragio o en los obstáculos que encuentran los contrarios para ejercerlo y hacerlo respetar».

En sus Memorias -publicadas en 1976- don Daniel recordó el segundo encuentro. Debe haber ocurrido hacia 1963. Un grupo de estudiantes de provincia esperaba al general en la antesala: «¿Quién ha oído el nombre de Daniel Cosío Villegas?», preguntó Cárdenas. Ninguno asintió. «Pues es una vergüenza que no lo sepan». Acto seguido, el general lo tomó del brazo. «Y reanudamos nuestro camino […] Le dije adiós, un adiós que resultó definitivo».

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