Los cambios sociales profundos se logran con la voluntad y el compromiso de una mayoría que adopta comportamientos que ayudan a mejorar las condiciones de vida de toda una comunidad. Sin embargo, no es un proceso lineal o que se dé automáticamente.

Coincidir en metas y en objetivos es un proceso que puede tardar más tiempo del que deseamos e implica la persistencia de millones de personas para provocar modificaciones de conducta que trasciendan en el tiempo.

Lograr que tengamos una ruta común que beneficie a los más posibles, sobre todo a quienes lo necesitan con mayor urgencia, es el legado que podemos construir como generaciones que viven hoy un cambio de época.

Dejar una ciudadanía más participante, abierta a tocar todos los temas de la vida pública, en un diálogo permanente sobre muchos de los temas que durante años fueron tabú, es una obligación cívica que no debemos eludir.

El debate, sano en sí mismo, puede ser la gran contribución de una sociedad que sigue en la construcción de un país que sea cada vez más igualitario, equilibrado y en condiciones de paz y tranquilidad que resulten en prosperidad para todas y todos.

Pasar de la protesta a la propuesta y a las acciones que nos corresponden es el ejercicio elemental de nuestros derechos como integrantes de una democracia. Podemos aportar muchas soluciones desde nuestra vida cotidiana y a partir de los entornos inmediatos, la familia, el hogar, la escuela, el trabajo y el vecindario, para que los problemas del día a día disminuyan y, por qué no, desaparezcan.

Ello demanda que estemos involucrados, compartiendo argumentos e ideas, evitando la infodemia lo más posible. Nuestra opinión es relevante, pero si lleva razones y soporte se amplifica e influye de manera correcta.

Hemos dado muchos ejemplos, tristemente durante desastres naturales o en contingencias como la pandemia, de que podemos caminar en una misma dirección. El reto es hacerlo siempre y en cualquier escenario que signifique mantener un buen y bien vivir.

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