Estudiaba en la Cd. de México en una escuela particular: el Colegio Hebreo Sefaradí, y ahí me hice amigo de muchos jóvenes que tenían una situación económica afluente y que me invitaban con frecuencia a sus casas de descanso en Cuernavaca. En esa estancia, aprendí que los libros de arte no son pornografía, pero pueden inquietar la mente de un joven de 15 años, y también que había casas con alberca y gimnasio.
La familia Rossenfelt estaba compuesta por el Tío Frank, el papá Robert, la mamá Vania, mi amigo Jorge y su hermanita Ana. El Tío Frank tenía un negocio de venta de taxímetros, y el papá Robert tenía una compañía de felpa que impedía que penetrara el agua al ser aplicada junto con el chapopote en los techos, quedando impermeabilizados. Honradamente les iba muy bien. No era extraño que en las noches tuviéramos veladas musicales donde Robert tocara el violín, aunque tenía dificultad, pues parte de su cabeza sin cabello estaba quemada con una cicatriz oscura, y el Tío Frank nos deleitaba con una melodía deliciosa que salía de su flauta. La Sra. Vania y Ana cantaban a dúo la Traviata y algunas otras arias, mientras que Jorge y yo aplaudíamos con entusiasmo. La cena era deliciosa. Todos habían nacido en Alemania.
Cuando llegaba la noche y nos íbamos a dormir, Doña Vania y Robert se iban a su recámara, solo que a la semana siguiente Doña Vania se iba a dormir con el Tío Frank y así una semana con uno y otra semana con otro, lo cual no paraba de sorprenderme y se me antojaba preguntarle a Jorge, pero por discreción no me atrevía hasta que la curiosidad fue más grande que mi discreción y pregunté. Jorge me respondió: durante la Segunda Guerra Mundial, en Alemania, vivíamos en Munich y mi padre fue llevado a un campo de concentración donde un obús le pasó cerca de la cabeza, le hizo la profunda cicatriz que puedes ver, y lo dieron por muerto. Mi hermana, mi madre y yo quedamos desamparados y el Tío Frank se acercó y nos protegió, incluso logrando pasaportes, visas y boletos con el heroico cónsul mexicano Gilberto Bosques, quien salvó a miríadas de víctimas de los fascistas y de los nazis, obsequiando visas mexicanas, lo que permitió que eventualmente nos salváramos de la guerra y llegáramos a nuestro amado México. El Tío Frank se puso a trabajar y nos mantuvo durante un par de años hasta que le ofreció a mi madre matrimonio, lo cual fue concedido dado que habían pasado más de tres años desde la noticia funesta de la muerte de mi padre. Vivimos los cuatro juntos con el generoso cuidado del Tío Frank, pero nos llegó la noticia de que mi padre estaba vivo y venía a México después de haber sufrido dolorosamente en los avatares de la guerra. Cuando mi Tío Frank, mi padre y mi madre se encontraron, sentían y sabían que nadie era culpable de las circunstancias en que se encontraban y decidieron un extraño pero justo acuerdo: el vivir y convivir juntos. Y somos, como lo has constatado, una familia feliz, con un arreglo que puede parecerte extraño pero que fue lo que mejor sirvió a las necesidades y amores de la familia.
Han pasado los años, recuerdo con cariño la preciosa hospitalidad brindada por la familia Rosenfelt hacia mí y la amistad que siempre me ha unido con mi amigo Jorge. Algunos de los personajes de esta historia, que tiene resabios de lo acontecido en la funesta Segunda Guerra Mundial, ya han fallecido. Pero no puedo olvidar las deliciosas veladas culturales y el nivel de civilidad con la preciosa gente con la que conviví. Extrañas cosas tiene la vida.