Época prenavideña. Los padres hacen un sinfín de malabares y sacrificios para regalar abierta o a través de figuras entrañables para nuestra convicción cristiana navideña, toda suerte de juguetes de moda y costosos. El que más anuncian, el mejor, el que tienen los amiguitos, el que está más a la moda…
No faltará la lista de anuncios comerciales que proporcionen ideas para tan difícil elección, pero ¿es el juguete más costoso, el más moderno el más reciente el que hay que comprar?
Antes de resolver este complicado dilema, es importante recordar que los regalos son elementos simbólicos que representan interés, halago o agradecimiento. Suelen ser la expresión material de un afecto y suelen llevar mensajes más o menos fáciles de comprender. Los regalos basan su efectividad en la capacidad que tienen para halagar al que lo recibe, hacerle pasar un buen rato, resolverle un problema o incluso una necesidad. Basan su esencia en que el receptor no tiene que dar algo a cambio como si lo estuviera comprando, y debido a ello es que el elemento afecto o interés cobra mayor fuerza.
Con todo esto, habremos de preguntarnos cuantos son los regalos que los niños deben recibir ante la época navideña que se avecina. Y más que pensar en cómo reciben los niños sus regalos, es valioso hacer una reflexión sobre cómo los regalan los adultos. En todos los casos es importante distinguir la verdadera importancia de la cuestión económica para la elección y la recepción del regalo: cuando esta no es favorable, los regalos suelen ser, sobre todo, objetos que cubran necesidades como el vestido o cualquier otra cosa relacionada con la sobrevivencia; por el contrario, en una situación distinta, los regalos cubrirán un gusto, un lujo o incluso un capricho. Es responsabilidad de los adultos preguntarnos cuál de estos objetivos estamos cumpliendo cuando adquirimos y otorgamos el regalo.
El mundo actual, donde muchas cosas se resuelven con oprimir un botón, las capacidades de observación y reflexión parecen estarse perdiendo. Si los adultos sucumbimos a la inmediatez que representa comprar un regalo casi de manera compulsiva para sentir que estamos cubriendo las necesidades de los niños –o para sentirnos a nosotros mismos incluidos en la moda-, nos estaremos perdiendo de la reflexión que implica observarlos verdaderamente y aprender a descubrir no solo lo que los divierte o los distingue de otros niños , sino aquello que los haga reflexionar, aprender, desarrollar capacidades, ser creativos y, sobre todo, valorar y aprender a incluir a los demás en el propio disfrute.
El verdadero valor de un regalo radica justamente en su capacidad para generar diversión o bienestar en el otro, pero también para enseñarle a compartir, a valorar y a tener capacidad para todo ello a pesar de la ausencia del regalo, pues si dicha capacidad no está presente, es muy difícil que una montaña de regalos la supla y estos serán objetos vacios y desechables que no pasarán de los primeros días después de las fiestas y no habrán trascendido de modo alguno.
El proceso de regalar comienza cuando el regalo es concebido, comprado y entregado, mientras el proceso que sigue al recibirlo no es muy distinto al que la función propia del objeto entraña. Solemos preguntarnos cómo deberían los niños recibir los regalos cuando gran parte del proceso se presenta antes de entregarlo. En un ambiente de valoración del esfuerzo, generosidad, cuidado y verdadero aprovechamiento de los bienes materiales, los niños aprehenderán el auténtico valor de los regalos y el significado que deben guardar para sus vidas.