Nacido en Turquía y emigrado a los Estados Unidos, el hermano de mi abuelo Isidoro participó en la Primera Guerra Mundial, en las horrorosas e insoportables trincheras donde se comía lodo y se respiraba muerte y suciedad. Esto lo refleja bien la película “Sin Novedad en el Frente” de Erich María Remarque. La familia Behar escapó de Turquía estableciéndose en Estados Unidos y estaba compuesta por mi bisabuela Blanca; mis tíos Luis, quien se quedó en Francia; mi abuelo Isidoro, quien fue a México; y Charlie, Mark y Paloma, quien era sordomuda y aprendió a leer el movimiento de los labios, hablando un español (ladino) gutural en Los Ángeles.
Mi abuelo Isidoro fue llevado al ejército turco el mismo día que se casó y durante 10 años no tuvo contacto con mi abuela Sofía, quien se refugió en Edirne, Turquía, donde vivía su padre, un famoso rabino. Cuentan que mi abuelo Isidoro, de pelo rizado y ojos verdes, se convirtió en el chofer de la esposa de un general turco, quien se prendó de su apostura. Cuando pudo, se fue a Cuba, donde le preguntaron en la aduana su nombre y él contestó: «Me llamo Yehuda». ¡Judas! Dijeron los aduaneros, «no te puedes llamar así aquí, te van a decir que eres quien delató a Jesús». Mi abuelo respondió: «Pónganme el nombre que quieran». Era el día de San Isidoro, y le dijeron: «Te llamaremos Isidoro», y así se llamó desde entonces. Después de 10 años sin haber visto a mi abuela, le envió una carta para que se reuniera con él en Cuba. De alguna manera, mi dulce chaparrita llegó a La Habana, donde se encontró con un marido extraño que había pasado 10 años en el ejército turco y tenía rudas costumbres de soldado. Poco a poco, Sofía lo educó, convirtiendo su vida en una pareja perfecta. Decidieron emigrar a México, donde nació mi tío José y mi madre Mati. Había una economía fértil en la zona de Parral, según les comentaron correligionarios, y por eso se trasladaron a Santa Bárbara, Chihuahua, donde abrieron una pequeña tienda llamada «Las Novedades», que prosperó en un lugar minero donde la sílice dañaba los pulmones de los trabajadores, causándoles tuberculosis. Estos, al salir de las minas, se dedicaban a beber y ocasionalmente se enfrentaban a tiros. Allí nací yo.
La tía Paloma trabajó en Los Ángeles y enviaba todo el dinero que ganaba como costurera a mi tío Luis en Francia, junto con paquetes de alimentos. Años después, él mismo nos contó que gracias a esas ayudas, él y su familia sobrevivieron durante la guerra.
El tío Charlie, extrovertido, se parecía a Fred Astaire: flaco, con cara triangular, risueño y alegre. Comenzó vendiendo flores (rosas y gardenias) que cargaba en una canasta deambulando por la plaza mexicana de Olvera Street en Los Ángeles, comprándolas a un japonés llamado Iro. Durante la Segunda Guerra Mundial, Iro fue capturado por los estadounidenses, como muchos japoneses, y enviado a campos de concentración dentro de EE. UU., ya que las autoridades temían que se convirtieran en una quinta columna para ayudar a invadir EE. UU. después del ataque a Pearl Harbor. Mi tío Charlie comenzó a enviarle paquetes de comida a su amigo y proveedor, quien estaba encarcelado. Al salir del campo de concentración, Iro, agradecido, nunca más le cobró las flores a Charlie. Charlie estaba casado con una hermosa mujer rubia llamada Estrella y tuvieron tres hijas. La más pequeña tenía mi edad, y un día le compraron una bicicleta de hombre, la cual no quiso usar y me la regalaron a mí, por lo que aprendí a andar en bicicleta. Esta prima, llamada Lucy, que era muy inteligente, ganó el concurso de los 64,000 dólares en la televisión americana sobre literatura inglesa, lo que la hizo famosa por un día y rica por un rato. Eventualmente, se casó con un afroamericano y su hijo está en el ejército de Israel. Charlie compró una casa en Beverly Hills con las ganancias de las flores y descubrieron que en el subsuelo de su casa había petróleo. En EE. UU., tú eres propietario del suelo y el subsuelo (en México, el subsuelo pertenece a la nación), por lo que empezó a ganar buen dinero también. Así, el florista de la plaza Olvera se convirtió en un hombre rico y propietario de una casa en el barrio más distinguido de Los Ángeles.
La tía Estrella, excelente cocinera, falleció, dejando a Charlie viudo con tres hijas, todas profesionales. Alegre como era, pronto empezó a salir con amigas de su edad, lo que puso celosas y envidiosas a sus hijas, al grado de que lo demandaron en una corte en EE. UU., aludiendo su incompetencia mental para controlar sus recursos y su vida. El juez, después de escuchar a Charlie y ver lo simpático, alegre e inteligente que era, les dijo a las hijas: «Este hombre está más cuerdo que yo; déjenlo vivir en paz sus últimos años».
La última vez que vi a mi tío Charlie fue en la boda de mi hermano Julio. Llegó con dos botellas de vino, sonriendo feliz, y me comentó en privado que había salido con dos muchachitas y las había llevado al hotel. Sorprendido, le pregunté: «¿De qué edad son tus muchachitas?» «Una de 75 años y otra de 70», respondió. Lo cual me dio una última lección de vida: hay que beber la copa de vino hasta la última gota y vivir la vida hasta el último suspiro.