Las comparaciones tienden a ser injustas y chocantes, porque no toman en cuenta el contexto y las circunstancias en las que algo falla o destaca. Sin embargo, la única manera de progresar es medir lo que se ha hecho contra lo que se hace. Y lo que no se mide, no se puede mejorar.

Esta semana, el Fondo Monetario Internacional ubicó a México en el lugar doce entre las veinte economías más importantes del planeta, una subida de cuatro lugares con respecto al año anterior.

Como ocurre con el anuncio de todos los rankings, desde los científicos hasta los superficiales, habrá quienes consideren que deberíamos estar al menos entre los primeros diez y quienes sostendrán que este sitio ya es una hazaña, tomando en cuenta que apenas salimos de la pandemia y superamos a otros países considerados más desarrollados que el nuestro.

Mientras el debate llega a algunas conclusiones útiles, lo verdaderamente importante es el análisis de las circunstancias que colocan a México en esta posición, porque hemos estado en la élite de la primera decena antes y eso no necesariamente nos hacía vivir con mayor tranquilidad u holgura. En ese entonces, la tasa de desempleo era alta, la desigualdad rampante y las condiciones de una mayoría, de pobreza. Sin embargo, el saldo final del comercio con el mundo, las inversiones en industrias destacadas y el movimiento de capitales hacia nuestra economía, también colocaba al país entre los de mejor desempeño en el listado del FMI.

Hoy, bricamos al peldaño número doce con la tasa de desempleo más baja de la historia (desde que se mide), la brecha de desigualdad se ha cerrado un poco, los salarios aumentaron sin precedente e indicadores de desempeño macroeconómicos como la inflación, el tipo de cambio, la deuda externa y la balanza de pagos, se encuentran en un sorprendente equilibrio.

Las perspectivas del fenómeno llamado nearshoring son una apuesta que los mercados manejan ya como segura y la infraestructura para ello se está conformando con rapidez, independientemente del escenario electoral del próximo año. Es decir, los capitales no consideran que habrá sobresaltos en un 2024 que parece estable, a pesar de que habrá procesos electorales en México y en Estados Unidos.

Esa seguridad podría venir del hecho de que ambas naciones, en particular la nuestra, ha tenido un manejo de la economía que ha superado todas las expectativas. No solo va bien, sino que ello se refleja en las condiciones y en el ánimo de la mayoría de la población, lo que impacta favorablemente en el consumo, en el crédito y en las perspectivas de emprendimiento.

Sé que estas afirmaciones harán saltar a varios que miran por un cristal distinto las cosas que ocurren en el país, pero eso no hace diferencia para quienes podrán sus expectativas —y su capital— en una nación que crece, bajo los parámetros del Fondo Monetario, y también en aquellos que indican un crecimiento en el poder adquisitivo y en la igualdad de su población.

Aquí no se esperan terapias de ningún tipo, ni descargas eléctricas severas para reanimar la economía y disminuir los problemas inflacionarios. Tampoco con nuestro vecino del norte, a pesar de que el estadounidense promedio no aprecia los avances económicos de la actual administración, de acuerdo con las encuestas de opinión que se hacen públicas allá.

México está entrando en la fase del nuevo orden económico mundial como sede, no como participante. Y lo hace con un acuerdo comercial que sirve de palanca para que América del Norte recupere el liderazgo comercial y de consumo en el planeta. Aprovechar estas condiciones no es un tema de discusión, sino cómo hacerlo para que el potencial social y de gasto familiar de un país de 130 millones de personas permita convertirlo en una nación justa, desarrollada, equitativa, en la que el progreso esté al alcance de la mayoría. Eso es más relevante que el lugar que pudiéramos ocupar el siguiente año en cualquier listado de desempeño económico que valga la pena tomar en cuenta.

El autor es Comisionado del Servicio de Protección Federal.

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