Mi primer encuentro con la política derivó de aquel fatídico atentado en Lomas Taurinas. Para las nuevas generaciones, que no están familiarizadas con tal suceso, les comparto brevemente que el 23 de marzo de 1994 asesinaron al candidato con más probabilidades de convertirse en presidente de México: Luis Donaldo Colosio. Y no es que lo adivinaran o se derivara de un estudio probabilístico sobre las tendencias democrático-populares del momento sino por la tradición que se mantenía en nuestro país desde la elección de 1929 con Pascual Ortiz Rubio, primer candidato del PRI (entonces PNR) a la Presidencia de la República. La cual se mantuvo intacta hasta el año 2000.
En esa época yo apenas rebasaba mi primer sexenio…de vida. Una década más tarde, me inicié o me iniciaron, no sé cuál sea el término más adecuado, sin embargo, comencé mi práctica política. Los primeros pasos fueron en discusiones y manifestaciones internas de la Preparatoria Federal Lázaro Cárdenas. A los meses, gracias a una gran maestra y entrañable amiga, participé como “comentarista” en el programa radiofónico “Política y políticos” de don Arturo Geraldo. Nótese que considero adecuado el uso del entrecomillado, ya que, más que un análisis, daba voz a la perspectiva de un futuro ciudadano de 16 años. Han transcurrido 20 años desde aquel momento; casi 30, si contamos el tiempo desde la muerte de Colosio.
Tal y como la elección en la que Ortiz Rubio resultó ganador bajo cuestionables métodos; como 1976, José López Portillo se convirtió en presidente de México sin (prácticamente) tener competencia; como en 1994, Ernesto Zedillo no podía aparecer en un mitin sin colgarse del nombre de Colosio; como en el 2000, Vicente Fox tuvo que hacer gala de su perfil populachero; como en el 2006, tuvimos presidente gracias a una diferencia entre el primer y segundo lugar que apenas superó el 0.5%; como en 2012, el otrora poderosísimo partido tricolor regresó al poder con un excelente candidato (Peña Nieto). Y como, luego de 13 años, finalmente en 2018, Andrés Manuel López Obrador se convirtió en presidente. Así, cada proceso electoral, en su justa dimensión y con sus debidas particularidades, ha sido un verdadero espectáculo electoral.
A lo largo de los años a los que me he referido en la parte inicial de esta entrega, he sido testigo de los vaivenes de los actores y partidos políticos. Algunos consecuentes, otros intransigentes. Pero, de que dan espectáculo, dan espectáculo.
Para estar en la misma sintonía, el Diccionario de la lengua española define a un “espectáculo” como: “(una) Función o diversión pública celebrada en un teatro, en un circo o en cualquier otro edificio o lugar en que se congrega la gente para presenciarla”; “(una) Cosa que se ofrece a la vista o a la contemplación intelectual y es capaz de atraer la atención y mover el ánimo infundiéndole deleite, asombro, dolor u otros afectos más o menos vivos o nobles”, o “(una) Acción que causa escándalo o gran extrañeza”.
Si lo analizamos con detenimiento, en los tres conceptos hay algo que identifica ampliamente a los procesos electorales mexicanos: diversión pública, congregación de personas, mover el ánimo de la gente, y escándalo. Éste último es muy común en nuestro país, más de lo que a muchos se nos antoja.
Sin embargo, como en las nuevas modalidades de los espectáculos de otra naturaleza, el espectáculo político y electoral nos debe de llevar, de ser simples observadores pasivos, a tomar de decisiones como ciudadanos conscientes, proactivos. Sólo así obtendremos el rol protagónico que merecemos y, sobre todo, urge.
Post scriptum: “La realidad y la ficción son hermanas gemelas”, anónimo.
* El autor es escritor, catedrático, doctor en Derecho Electoral y asociado del Instituto Nacional de Administración Pública (INAP).