Es indiscutible que el sexenio ha discurrido a lo largo de un entorno que, si bien al principio era retador, se volvió complejo y gravemente disruptivo. Al exterior: pandemia, inflación global, restricciones financieras, interrupción de cadenas de suministro, recesión económica, conflictos bélicos y comerciales; el interior los problemas que desde hace décadas aquejan a nuestro país como la inseguridad, la impunidad, la corrupción, la falta de certidumbre para la inversión, la débil gobernabilidad e institucionalidad, condiciones que han tenido un importante impacto en la economía mexicana, en la efectividad de las finanzas públicas y en la conducción de política económica.

En este contexto, la política de desarrollo económico implemen- tada ha tenido claroscuros importantes. Por un lado, la interrupció no sólo de las programas y acciones que se estaban instrumentado como la reforma educativa y energética, el combate a la delincuencia y las obras de infraestructura, también la desarticulación e intento de sometimiento de instituciones y organismos autónomos garantes de derechos y que actúan como contrapeso. Pero por otro la indiscutible firmeza en mantener las finanzas públicas relativamente sanas, incluso en los momentos más álgidos de la pandemia, lo que nos costó uno de los mayores retrocesos económicos del cual no saldre- mos en lo que falta del sexenio y en buena parte del siguiente.

Pero llegó el último año, el de las campañas, elecciones y de importantes decisiones: de continuidad o cambio; lo que ahora condiciona el en- torno político y ante el cual la disciplina fiscal no va a poder sostenerse.

El paquete económico para 2024, que casi sin moverle una coma aprobará la mayoría ofi-cialista en el Congreso, reco- noce el entono económico pero a su vez mantiene la visión optimista que caracteriza al gobierno en turno: señala un crecimiento estable y fortalecido de alrededor del 3% para 2023 y 2024, la inflación seguirá moderándose (empero sin alcanzar los niveles objetivo), se continuará animando una moneda fuerte, aun cuando los beneficios de la apreciación no sean claros para la economía. En contrate la realidad se impone y los ingresos presupuestarios serán menores, por la caída en el precio del petróleo, las altas tasas de interés y paradójicamente el alto valor del peso frente al dólar.

Ahora bien, el año electoral y el entorno político demandan recursos, especialmente ante un panorama donde la continuidad del régimen no está asegurada en forma alguna. El gasto social será el más alto del sexenio, la terminación y aseguramiento de las obras de infraestructura insignia entre ellos le tren maya, el corredor transístmico y otras obras ferroviarias, así como apuntalar a PEMEX y la nueva economía militarizada también absorberán recursos.

Ante el agotamiento de los ahorros que se mantenían en los fondos de estabilización y de los fideicomisos de los que echaron mano, el gobierno no tiene de otra que romper la disciplina financiera y generar el mayor déficit público desde 1990 equivalente al 4.9% del PIB y una deuda pública representada en los requerimien- tos financieros que llegarán al 5.4% del PIB, con un saldo histórico del 48.8%. Con un crecimiento del 3.0% no se complicaría el pago de los primeros vencimientos de bonos soberanos, pero en el me- diano y largo plazo sin duda, la administración que llegue tendrá que pensar seriamente en la por mucho tiempo retardada pero necesaria reforma hacendaria.

Ahora bien, la deuda financiera no será la única deuda que nos dejará este gobierno. El sector salud y el sistema de pensiones que- dan precarizados, la pobreza se reduce, pero a costa de una alta informalidad, mientras que la extrema aumenta, señal de que los programas asistenciales mal diseñados e instrumentados no benefician a quienes deberían, máxime si tienen un trasfondo electoral.

Finalmente, la inseguridad, la violencia y la polarización social, temas que dan para análisis más profundos.

El autor es presidente de Consultores Internacionales, S.C.®

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