Llevo veinte años pensando —y de vez en cuando, actuando— para que gente sin partido pueda participar en la arena electoral mexicana. El instrumento idóneo, en mi opinión, consistió en las candidaturas independientes, es decir, la posibilidad de que personas sin partido pudieran figurar en diversas boletas electorales. El PRI y el PAN, en 2013-2014, junto con el Bronco y Margarita Zavala en 2018, se encargaron de desvirtuar esta figura, pero por lo menos existe, para quienes quieran recurrir a ella. Las otras dos posibilidades —facilitar al extremo la creación de un partido político, pero con un elevado umbral de sobrevivencia, y las candidaturas externas— han sido recibidas de forma diferente, incluso contradictoria, por la clase política mexicana.

Ilustración: Víctor Solís
Ilustración: Víctor Solís

Los partidos existentes nunca han visto con agrado la formación de otros partidos, y menos aún facilitarles el acceso a los recursos públicos y a tiempos gratuitos en los medios masivos de comunicación. Las candidaturas externas, en cambio, han recibido mejores tratos. Desde la reforma política de 1978-79, y en particular desde la senaduría de Adolfo Aguilar Zínser en 1997 con el Partido Verde, varios partidos han abierto sus puertas, es decir, sus listas, a personalidades diversas que no sólo no son militantes, sino que en algunos casos sus posiciones resultaban diferentes o contrarias a las de las dirigencias involucradas.

Todo esto se ha dado en un contexto nacional y externo de creciente rechazo a los partidos, ya sea tradicionales, ya sea a todos ellos. La ciudadanía, en numerosos países, no se reconoce en las viejas organizaciones políticas, o en ninguna formación. Ya sea se abstiene, ya sea se refugia en el apoyo a líderes que se presentan bajo las banderas de un partido (Trump, con el Partido Republicano, Macron con La République en Marche, Bolsonaro con el Partido PSL, etc.). Los partidos siguen en la boleta, pero sus candidatos son antipartidos, o se colocan por encima de los partidos.

He aquí una primera explicación del llamado “fenómeno Xóchitl” en México. Abundan las razones de su éxito del momento, pero una de ellas creo que yace en su imagen independiente. Nunca ha pertenecido al PRI, al PAN o al PRD, pero además no parece haberlo hecho. Habla, camina, baila, actúa como una candidata ciudadana, independiente, sin partido, o cualquier otro adjetivo que se le desee atribuir. Considero que una porción de su atractivo proviene de estas características, y de todo lo que se asocia con ellas. No forma parte de la partidocracia, del PRIAN, de la clase política tradicional. López Obrador hace hasta lo ilegal e imposible para pintarla de esos colores, pero hasta ahora no tengo la impresión de que lo haya logrado, por lo menos entre quienes la conocen.

Ahora bien, hay un problema, que la propia Xóchitl ya planteó el domingo. Si gana la contienda del Frente Amplio, será la candidata de la “marea rosa”, de la sociedad civil y de todo lo que se quiera, pero también del PRI, PAN, PRD y ojalá de Movimiento Ciudadano algún día. Sin sus estructuras puede conseguir las firmas necesarias para pasar a la siguiente etapa, para vencer en el par de encuestas pertinentes, y posiblemente en la elección del 3 de septiembre. Pero no existe la más mínima posibilidad de que pueda triunfar en la elección constitucional sin los partidos. No imperan las condiciones en México para una candidatura sin partido, de facto o de jure. Xóchitl, si es la candidata, va a necesitar de los partidos, tanto o más que de los ciudadanos. No me gusta que así sea, pero así es.

Lógicamente, los partidos, de buena fe —y de mala fe también, probablemente— desconfían de ella. Habrá disputas por las listas, por los dineros, por la agenda, por los equipos, por los puntos programáticos, por las fotos y los medios. Toda candidatura de coalición encierra esos atributos y esos riesgos, y cuando la cabeza de la boleta no pertenece a ninguno de los partidos, peor. ¿Cómo cuadrar el círculo?

En algunos casos, la trayectoria, la personalidad, el talento del candidato bastan para que el mismo imponga los términos de la negociación. Así fue con Mitterand en la alianza de los partidos socialista, comunista y radical de izquierda en 1981 en Francia, con Lula y su alianza en 2022 en Brasil, con Ricardo Lagos y la Concertación en Chile en 1999, con Angela Merkel en Alemania hasta el año pasado. Ninguno de los candidatos posibles del Frente Amplio reúne las condiciones para que esta solución sea viable.

No hay más remedio que negociar y negociar con realismo y realismo. Las tensiones son inherentes al esquema. La pregunta es ¿quién llevará a cabo esa negociación? En el entendido de que la candidata no puede ni debe ser su propia jefa de campaña, ni la jefa de su alianza. ¿Quién será, quién será?

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