No existe, en absoluto, diferencia alguna entre la importancia de los procesos de enseñanza aprendizaje en general (es decir, aquellos destinados al eventual dominio del alumno de cualquier disciplina humana o asignatura existente), y aquellos específicamente enfocados en la educación artística e incluso en la docencia de las bellas artes en particular.
Intentar jerarquizar entre los supuestos y diversos niveles de importancia entre semejantes procesos didácticos, es tan ocioso e inútil como intentar definir qué profesiones son “las más importantes en el mundo”, pero no desde puntos de vista en extremo específicos y concretos, como, por ejemplo, si habláramos de cuál de todas ellas es la más relevante, en el México del 2023 (así como en términos estrictamente estadísticos y en específica relación con lo redituable que éstas resultan ser), sino más bien en un sentido vagamente general y con un fundamento digamos que seudo filosófico.
La importancia de todo proceso de enseñanza aprendizaje, en sí y por lo tanto, es justamente la misma, independientemente de la materia que se pretenda dominar (trátese de alguna perteneciente a las artes liberales, a las ciencias sociales, a las ciencias duras -o aquellas de orden estrictamente empírico positivista- o a las ciencias formales y filosóficas y/o metafísicas); Las únicas variantes posibles en el campo pedagógico se refieren, lógicamente, más a las técnicas específicas dentro de los distintos procesos didácticos que a la relevancia de la metodología en sí misma, como podríamos ejemplificarlo de la siguiente manera: en una clase de nivel elemental de ensambles orquestales de iniciación, conformada por un grupo estudiantil de andorremitas (es decir, de “analfabetas musicales” o alumnos que desconocen el sistema de notación y/o de lecto escritura musical occidental), la audición de un periodo cuadrado en específico por parte del alumno, resulta ser, por razones obvias, un proceso didáctico enteramente indispensable para el adecuado cumplimiento de los respectivos objetivos didácticos del maestro, pero dichas actividades pueden ser enteramente omitidas en una clase de trigonometría o de cálculo diferencial o integral.
En conclusión, es la importancia de los procesos didácticos, en general, la única cuestión verdaderamente relevante en relación con el presente tema, sobre el que podemos realizar una observación enteramente fundamental: será por siempre el alumno, a partir de que éste ha logrado ya alcanzar lo que en las ciencias jurídicas consideramos como una comprobable edad de consentimiento (es decir, aquella madurez neurológica y mental mínima necesaria para poder considerar al individuo como un ser éticamente responsable de sus propias acciones y decisiones personales), será por siempre semejante alumno, decía, prácticamente el máximo responsable del éxito o del fracaso de todo proceso de enseñanza aprendizaje, y no su respectivo maestro, pues un paciente (o cliente, como diría Carl Rogers) de psicología, por ejemplo, no cambiará absolutamente nada de sus estructuras mentales personales y sus consecuentes acciones, si no se encuentra enteramente dispuesto a experimentar semejantes y tan complejas mutaciones del alma, incluso si tuviera como terapeutas a los mismísimos Freud, Jung y Frankl (y justo lo mismo con aquel alumno de filosofía, voluntariamente negado a aprender incluso lo más mínimo al respecto, aunque sus maestros fueran nada menos que Sócrates, Platón y Aristóteles).