Charles-François Félix fue un hombre con suerte, también con inteligencia, de otra forma no se explica que haya hecho lo que hizo. Vayamos a la Francia de finales del siglo XVII. Tiene el poder uno de los monarcas más notables, Luis XIV, autoproclamado «Rey Sol». Cualquiera que haya recorrido (bueno, intentado recorrer) el Palacio de Versalles imaginará la opulencia aristocrática de aquellos tiempos. Esa majestuosa obra arquitectónica era también la capital de la insalubridad, olía muy mal. Las costumbres de higiene de la época eran radicalmente opuestas a las que hoy tenemos. Usar agua para el aseo personal constituía una amenaza para la salud, los médicos consideraban entonces que ese líquido transmitía enfermedades al cuerpo a través del contacto con la piel. Además, la iglesia tenía a las regaderas públicas como un camino seguro al pecado y a la promiscuidad. No es de extrañar que el Rey Sol se ufanara de haberse bañado dos veces durante su vida. Ni los perfumes contrarrestaban las rancias emanaciones.
Entre aquellas pestilencias Luis XIV tenía otro problema, una fístula en el recto le provocaba dolores y severas incomodidades. Le impedía montar a caballo y sentarse en el trono (o en cualquier otro sitio). Los médicos del rey le aconsejaron someterse a una intervención quirúrgica. Esto suena bien en pleno siglo XXI, sin embargo, entonces no había anestesia, ni antibióticos ni las medidas de higiene que hoy tenemos. Es más, las cirugías no las hacían los médicos, sino aquellos con pericia para usar la navaja: barberos y peluqueros, que entonces practicaban también sangrías, extracciones dentales y curaciones donde había que cortar tejido humano. Entonces entra en escena uno de ellos, el buen Monsieur Félix a quien encomendaron curar al monarca. Nada más había un pequeño inconveniente, el barbero nunca había hecho una intervención anal como la que le pedían. (Aquí cabe la más filosófica reflexión de un expresidente mexicano: «Yo les pregunto, ¿qué hubieran hecho ustedes?»).
Ante la imposibilidad de negarse, Félix hizo algo muy razonable, pidió unos meses para prepararse. No consultó textos médicos, no atestiguó cómo lo hacían otros (el procedimiento era inédito), simplemente empezó a hacerlo. Para ello le llevaron cerca de 75 presos que «voluntariamente» se ofrecieron, en ellos practicó y mejoró su técnica, no sin haber dejado varios desangrados en el intento. Además, perfeccionó sus herramientas, especialmente dos (que hoy se exhiben en el museo de Versalles), un largo escalpelo y un retractor, aparato para separar el tejido y maniobrar dentro del cuerpo (no me pidan que lo describa, baste decir que su apariencia medieval-ferretera intimidaría al más temerario).
Llegó el día de la operación. Si el barbero tenía éxito, sería recompensado por su majestad, si fallaba, estaría fulminado. Queda en los anales de la historia (nunca mejor usada la expresión) que el procedimiento fue un éxito rotundo. A las pocas semanas el «Rey Sol», feliz, hacía su vida con regularidad. Monsieur Félix ganó una propiedad, dinero, un título y el pasaporte a la historia. El incidente marcó un parteaguas en el desarrollo de la cirugía. Décadas después, los descendientes del monarca impulsaron la creación de la Academia Nacional de Cirugía. La técnica quirúrgica pasó de las barberías a los consultorios médicos.
Como Sócrates, Félix no tuvo empacho en reconocer su ignorancia, inició el reto aceptando su nivel de incompetencia. Forjó su habilidad en el saber hacer, no en el saber. Su experiencia le hizo construir sus herramientas y éstas mejoraron su experiencia. Los aduladores del rey, ávidos de imitar sus costumbres, solicitaron ser operados para usar vendajes y caminar como el monarca. Las modas son irracionales y la estupidez de nuestra especie está ávida en adoptar las más ridículas prácticas en el nombre de la pertenencia (en buena medida esto muestra que la naturaleza humana ha evolucionado poco a través de los siglos; ahí está la generación tiktokera, que se desvive por imitar y cree sin reserva cuanto dicen los «influencers»).
El historiador Daniel J. Boorstin dijo: «El mayor enemigo del conocimiento no es la ignorancia, es la ilusión del conocimiento». Un célebre barbero francés lo supo, siglos antes.
@eduardo_caccia