A Betsahira Corral.
¿Por qué, en los países civilizados, con enorme frecuencia suele ser tipificado el infame síndrome de alienación parental como delito grave?
Empecemos por el principio, es decir, por tratar de definirlo de manera siquiera decente: el síndrome básicamente consiste en comprar de forma inmoral la lealtad de uno o varios de nuestros hijos para, posteriormente, utilizar dicho alineamiento incondicional hacia nosotros para que la criatura derrame una enorme dosis de hostilidad (incluso física) en contra de nuestra pareja o, sobre todo, ex pareja.
¿Y cómo suele llevarse a cabo semejante transacción intangible o, más bien dicho, por qué, exactamente, resulta ser inmoral semejante adquisición de la fidelidad total hacia mí de uno de mis propios hijos?
Básicamente porque el método de compra (la moneda de cambio en cuestión) suele estar compuesta por dos esenciales y perversos elementos: el liberar a la criatura de sus sanas y antiguas responsabilidades personales (es decir, se le otorga una especie de “aumento de salario jerárquico”, tornándolo en básicamente un “igual” a nosotros mismos, lo que el menor, lógica e instintivamente, agradecerá sobremanera) y, de manera frecuentemente simultánea, se le colma de enormes y novedosos privilegios de los que antes no gozaba, en absoluto (se le soborna, pues, ya sea directamente con dinero y/o con todo tipo de regalos; se le dan también permisos que antes ni de broma se le otorgaban -y que con frecuencia no se le deberían aún estar otorgando-, etc.)
¿Y cuál suele ser el catalizador universal para detonar la agresividad y la violencia de la creatura en contra de su propio padre o madre del cual lo hemos exitosamente alienado? Nada menos que la moral reacción de este último, al intentar contener (por el propio bien de su hijo) tanto la inmoral y dañina disminución de las responsabilidades personales a la que éste último ha sido incorrectamente sometido, como al también esforzarse por eliminar todo ese inmerecido torrente de privilegios del que errónea y alevosamente el cónyuge contrario y alienador lo ha colmado.
Esa supuesta “hostilidad” del padre al decidir, por ejemplo, castigarle el celular a su hijo por no haber aún recogido su cuarto, se torna para el joven o niño en la prueba irrefutable (en la contundente confirmación) de que su padre es un “tirano agresor y malévolo” (justo como se lo ha pintado su propia madre); un enemigo acérrimo de la familia que merece ser destruido lo antes posible o, en el menos grave de los casos, severa, incondicional y eternamente odiado.
Y, por supuesto, el cónyuge alienador habrá logrado ya su cometido, pero a costa de la salud mental y moral nada menos que de su propio hijo y, por si fuera poco, habrá comenzado ya a transitar un camino tan escabroso y descendiente, que le será ya casi imposible el poder dar marcha atrás sobre el mismo, pues el hijo violento y alienado, en caso de que ello llegara a suceder, se sentirá digamos que correctamente “traicionado” por su propio padre o madre alienadora, al ésta (o éste) arrepentirse de sus malévolas y criminales acciones para con él y haber decidido entonces (y por principio de cuentas), reestablecer en su hijo alienado las múltiples responsabilidades que sana y previamente ostentaba y, al mismo tiempo, lo comience a privar de los cuantiosos e inmerecidos privilegios con los que inmoral e injustamente habría decidido, de manera reciente, coronarlo (o, más bien dicho, sobornarlo).
Es por todo lo anterior que el síndrome de alienación parental es correctamente catalogado (al menos en países con un mínimo de decencia e inteligencia científica y legislativa) como un auténtico crimen, pues el malévolo acto consiste, precisamente, en hacer pedazos la vida de nuestros propios hijos, con el único y perverso fin de manipularlos para que ellos, a su vez, logren hacer pedazos la vida de nuestra pareja o ex pareja.