Dick Fosbury era un estudiante mediocre y un atleta incluso peor. En su época de preparatoriano practicaba el salto de altura, aunque era incapaz de superar un metro y medio, lo que la mayoría de sus compañeros sí lograban. En 1963, durante una competencia colegial y frustrado por su pobre desempeño, instintivamente hizo algo contra toda lógica, saltó de cara al cielo con su espalda arqueada sobre la barra, en vez de la técnica practicada entonces conocida como «straddle», en la que el atleta se encorva de cara al piso. El resultado sorprendió a todos, pronto aquel chico incapaz de vencer alturas comunes, estaba rozando el metro y ochenta centímetros.

Fosbury calificó para las Olimpiadas de México 68. Entonces ya brincaba dos metros y veinte centímetros. Un 20 de octubre de aquel año, con el número 272 en el pecho, un escuálido norteamericano jaló aire y tomó vuelo sobre la pista del hermoso Estadio Olímpico, lleno a reventar, en la Ciudad de México. El mundo del olimpismo veía por primera vez un salto raro, o a un loco volando de espaldas sobre la barra. Brincó dos veinte y luego dos veintidós en sus primeros intentos. Le seguían un compatriota y un ruso. Fosbury se preparó para el salto definitivo: dos veinticuatro. Los otros dos ya habían fallado. En su tercer intento lo consiguió. El estadio enloqueció. Nacía un nuevo récord olímpico y una merecida medalla de oro. Nacía también lo que hoy se conoce como el «Salto Fosbury», usado por todos los competidores de salto de altura del mundo.

Cuántas lecciones. En sus inicios deportivos, Fosbury fue ridiculizado por usar una técnica desconocida. Por hacer lo contrario a lo que los demás hacían.

Confesaría luego que, gracias a sus estudios de ingeniería, concluyó que hacer un arco con su cuerpo sobre la barra, le daba una ventaja mecánica inusual, respecto al método tradicional.

Así es la innovación, un camino sinuoso, poco predecible, que a veces confundimos con un proceso estandarizado y que todos deben buscar para conseguir el éxito o que es parte de un título como «Licenciado en Innovación». Si bien la innovación no debe sobrevenderse, tampoco debe desestimarse y dejar de buscarse como parte de la premisa de que siempre hay una mejor forma de hacer las cosas. La innovación parece tener un patrón: hay que romper una regla convencional, retar fuertemente lo establecido, hay que aceptar el riesgo como parte del viaje, y hay que poner manos a la obra, usualmente a contracorriente de muchos detractores. La innovación es como el llamado bíblico: muchos son los llamados, pocos los elegidos.

En cierta zona de la India, la población tenía un problema mayor. Decenas, cientos tal vez, morían cada año bajo las garras mortales de los tigres de Bengala. Habían probado varios remedios y nada parecía dar buen resultado. Hasta que alguien hizo una observación y luego una sugerencia que iba contra la lógica de las creencias. «Los tigres siempre atacan a las espaldas de la víctima», «pongámonos una máscara en la nuca para que crean que vamos de frente». Por más increíble que parezca, este recurso tuvo éxito, los ataques cesaron para quien llevara un «doble rostro». La solución efectiva resultó además ser la más simple de todas las que antes se habían intentado.

Me recuerda al nudo gordiano. Una antigua profecía decía que aquel que deshiciera el nudo dispuesto en el templo de Zeus, en Gordion, se convertiría en rey de Asia. Muchos habían fracasado, hasta que llegó un tal Alejandro Magno que pudo deshacer aquel «nudo imposible». Sacó su espada y lo partió en dos, sorprendiendo por lo poco convencional e inesperado de la solución. Desde entonces, «romper el nudo gordiano» se ha vuelto sinónimo de encontrar una solución innovadora a un problema en apariencia imposible.

Pablo Casals es considerado uno de los mejores chelistas de la historia. Este genio musical tenía un espíritu innovador. Cuando la técnica imperante marcaba bloquear la articulación del codo, él, poco ortodoxo al fin, decidió liberarlo. Fue criticado, como Fosbury. Esta soltura, junto con una nueva forma de pulsar las cuerdas, le dio una potencia expresiva inigualable que hoy es replicada como una verdad de siglos.

Romper esquemas es romper la lógica. Lógico, ¿no?

@eduardo_caccia

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