El poeta Ramón López Velarde murió a los treinta y tres años de edad, el 19 de junio de 1921. Si nuestro país no estuviese desgarrado por la discordia política, si recordáramos que ante todo somos una centenaria construcción cultural; si el concepto de Patria, nacido del amor, prevaleciera sobre la dicotomía del rencor y el odio; si la palabra México despertara aún la emoción que sintieron generaciones de niños y jóvenes a través del tiempo, este habría sido el año de Ramón López Velarde.

Hace unos días, ante la proximidad de la fecha, me llamó como un imán la maravillosa y definitiva edición que hizo José Luis Martínez, gran estudioso del poeta jerezano (Ramón López Velarde, Obra poética, Colección Archivos, 1998). Contiene sus poemarios -La sangre devota (1916), Zozobra (1919) y El son del corazón (1932)- sus crónicas, críticas literarias, textos políticos y cartas. Guiado por el prólogo sensible y sabio de José Luis que conoció en carne (y alma) propia las torturas del joven católico que viene de «la provincia del reloj en vela» a la idolátrica ciudad del amor pagano, recité para mí, pausadamente, «El retorno maléfico», «Jerezanas» y muchos otros poemas. Esta vez no leí «La suave Patria». Dolía demasiado saber cuánto nos hemos apartado de aquel consejo:

Patria, te doy de tu dicha
la clave:
sé siempre igual, fiel a tu espejo
diario;

y cuánto, por desgracia, encarnamos
ahora aquellos versos de «La bizarra
capital de mi estado»:

Católicos de Pedro el Ermitaño
y jacobinos de época terciaria.
(Y se odian los unos a los otros
con buena fe.)

En el mismo estante de mi biblioteca encontré la biografía Un corazón adicto. La vida de Ramón López Velarde y otros ensayos afines que publicó Guillermo Sheridan en 1989, cuya excelencia presagiaba ya su trilogía sobre Octavio Paz. Y junto a ella Ensayos sobre poesía, de Gabriel Zaid (El Colegio Nacional, 2020), cuyo apartado «Exámenes de conciencia», dedicado a López Velarde, contiene seis textos notables: un poeta católico liberal reflexionando sobre otro, leyendo su vida a través de sus poemas, leyendo sus poemas a través de su vida. Zaid se pregunta, sencillamente, ¿quién fue Ramón López Velarde? ¿Cuáles fueron sus torturas íntimas? ¿Cuáles sus lealtades y ambiciones? ¿Por qué murió tan joven, si gozaba de buena salud? La vida y la muerte de López Velarde tendrían que estar «a la altura del arte», pero Zaid recobra una vida y una muerte distintas, una vida de zozobra (amorosa, política, laboral), una muerte por quiebra: un López Velarde humano.

En «Un amor imposible de López Velarde», además de darnos ojos para ver el milagro del poema «No me condenes» que el poeta dedicó a María Nevares, la novia potosina de «ojos inusitados de sulfato de cobre», Zaid recuerda las tribulaciones del joven abogado huérfano de padre y sin fortuna que, atormentado por la precaria condición material de su madre y sus hermanos menores, abandonó en 1914 aquel amor posible para perseguir no el poder ni la gloria sino el ejercicio exitoso de su profesión o un puesto académico que le permitiera sacar adelante a su familia, escribir y hallar quizá ese otro amor inasible, imposible. No logró nada de ello plenamente, por motivos que lo enaltecen y que tienen que ver con el enredo trágico de su vida en el torbellino de la Revolución.

«No estaremos viviendo en una república de ángeles -escribía en noviembre de 1911 López Velarde, maderista fiel, a un desilusionado amigo suyo-, pero estamos viviendo como hombres y esta es la deuda que nunca le pagaremos a Madero». Lo que quería decir, en esencia, es que con Madero los mexicanos vivían en libertad. Tras su asesinato, sobrevino la caída del país en la dictadura y la violencia, y la paulatina pero fatal desgracia del poeta. Como demuestra Zaid, López Velarde fue un católico liberal y un civilista convencido, en un México antiliberal, anticatólico y militarista. No había futuro para él, ni había retorno.

Y sin embargo, ante el presagio de la muerte, el canto mexicano de López Velarde culminó en «La suave Patria». Y vislumbró una patria nueva, no como una construcción racional sino como una intuición en «el sistema arterial del vocabulario»: una patria «castellana y morisca, rayada de azteca», una patria más allá del «rompe y rasga», una patria maternal y femenina, una patria reconciliada consigo misma, con su fe, sus geografías humanas y su historia; una patria inmune al «descuido y la ira, los dos enemigos del amor». ¿La mereceremos alguna vez?

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