Toda revolución debe verse en el espejo de la rusa. En el siglo XX, las revoluciones fueron violentas. En el siglo XXI, sus mutaciones populistas han sido plebiscitarias. Pero se parecen mucho. Se presentan como «auroras» de la historia cuyo advenimiento implica todo tipo de «costos». Los líderes los asumen tranquilamente porque los atribuyen al régimen pasado, a los enemigos presentes o, en última instancia, a las propias víctimas que no comprenden la gran idea, el gran principio, la gran transformación.
Uno de esos «costos» fueron las hambrunas de la URSS. Un tío mío, el doctor Luis Kolteniuk, vivió la primera, de 1921 a 1922. Vivía en un pueblo llamado Zhmerinka, en el centro de Ucrania. Contaba que en varias ocasiones, sin nada que comer, había tenido que irrumpir en terrenos ajenos para ver si encontraba una papa o una cebolla. Otro hecho indeleble de aquel tiempo fue un asalto. Huyó para refugiarse en unos pastizales, pero se extravió. Lo que vio -y con lo que tuvo que convivir solo, por varios días- fue el espectáculo de hombres decapitados, los cuerpos por un lado, las cabezas por otro. Con ayuda de unos vecinos pudo volver a su casa. También los niños pagan «costos».
Para los redentores, la vida humana individual no es importante: lo importante es la ideología y el poder. Lenin escribió: «Un momento como el del hambre y la desesperación es único para crear entre las masas campesinas […] una disposición que nos garantice su simpatía o en cualquier caso su neutralidad». En 1919, cuando un profesor escribió a Trotski diciendo que pasaba hambre, el revolucionario le respondió: «Eso no es pasar hambre. Cuando Tito sitió Jerusalén, las madres judías se comían a sus propios hijos. Cuando […] las madres de Moscú comiencen a devorar a sus hijos, usted podrá venir a decirme: ‘Aquí pasamos hambre'».
La imagen de Saturno devorando a sus hijos inspiraba a los bolcheviques. A nadie más que a Stalin. Para mantener la pureza de la Revolución, antes de modificar su plan quinquenal o dar un margen de libertad a la economía o la política, Stalin propició la gran hambruna de Ucrania. Se llevó a cabo por diversas vías: requisa de cosechas, sellado de las fronteras, aislamiento de los pueblos, prohibición de importaciones. El invierno de 1932 fue inclemente y, al llegar la primavera, el saldo de muerte y desolación fue atroz.
La prensa internacional ocultó la noticia. El corresponsal de The New York Times estaba en la nómina soviética. Poco tiempo después, Vicente Lombardo Toledano, famoso intelectual mexicano de izquierda, visitó la URSS y escribió que el régimen había acertado en «no darles a los campesinos iguales derechos que a los obreros», no solo porque estos «ya tenían conciencia de clase» sino porque los obreros, no los campesinos, se habían echado a cuestas «la responsabilidad de crear un nuevo régimen en la historia». Según Lombardo, en Ucrania los campesinos individualistas habían sido responsables de su propio desastre pero finalmente habían «digerido la doctrina» y celebraban el éxito de la colectivización: «las trojes llenas de trigo, los pies con buenos zapatos, la mesa llena de alimentos sanos y frescos…».
Orwell registra la hambruna en sus ensayos, pero pasaron las décadas sin que nadie, excepto los ucranianos, conservara memoria de los hechos. ¿Cuántos millones de campesinos murieron? En 1986, Robert Conquest publicó The Harvest of Sorrow, obra pionera sobre la hambruna. Sin acceso a los archivos secretos soviéticos y basado en testimonios y datos censales, calculó el número de muertos en cinco millones. Estudios más recientes elaborados a partir de esos archivos reducen la cifra a 3.3 millones. En estos últimos años han salido a la luz varios libros, documentales y películas sobre el Holodomor (que significa «matar de hambre», en ucraniano).
Cuatro lecciones se desprenden de ese episodio del siglo XX. La primera es el irreductible fanatismo de los líderes que no tienen empacho en sacrificar a las personas concretas en el altar de las ideas abstractas. La segunda es la criminal complicidad de los intelectuales dogmáticos. La tercera es la evidencia de que, tarde o temprano, la verdad se abre paso: Stalin mató a sus críticos pero es él quien habita el infierno de la historia. La cuarta es la misteriosa fuerza que nace del dolor: aquel niño perdido encontró su vocación en los pastizales de Ucrania. Mi tío Luis trabajó toda su vida como médico en el Instituto Mexicano del Seguro Social.
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