Dicen los que dicen saber, que el mañana sólo en raras ocasiones depara sorpresas, pues lo que sucede en el futuro es mera consecuencia de la evolución de los escenarios del presente. Otros lo ponen en forma distinta al plantear que no hay eventos aislados. Los eventos son resultado, consecuencia o parte de un proceso. Si tomamos como válidos estos enfoques, podemos esperar un año 2017 realmente complicado. Algunos indicios.

Estados Unidos ya no es lo que era antes. En el siglo XXI ha perdido liderazgo. Primero en el ámbito de la seguridad, donde el enemigo cambió. Afganistán e Irak son muestra de un viejo modelo que ya no funcionó. El terrorismo islámico sigue en fase de expansión. En el ámbito económico y comercial otros son ya tan poderosos como Estados Unidos para poner reglas y orientar el rumbo de la economía internacional. Y quizás, lo más importante, Estados Unidos ha perdido liderazgo político e ideológico y el liderazgo moral que le queda es muy probable que Donald Trump lo agote en unos cuantos meses.

La Unión Europea pierde cohesión, fuerza y credibilidad. Las secuelas de la crisis financiera de 2008, sumadas a una nueva oleada de refugiados producto de la crisis en el Medio Oriente escenificada principalmente en Siria, fracturó el esfuerzo de cooperación internacional más importante de la historia. Frente al deterioro y la incertidumbre prevalece ahora el síndrome de la tortuga, que en lugar de avanzar hacia lugar más seguro, decide meterse al caparazón y esperar a que pase la tormenta o morir con ella. Gran Bretaña, dividida y polarizada, encabeza esta debacle. Pero otros pueden seguir sus pasos. La habilidad para capitalizar los miedos se convierte en poderosa arma política. Cerrar las fronteras en la mejor opción.

La democracia como la menos mala de las opciones de organización política ha perdido fuerza. A ello ha contribuido el descrédito de los gobiernos y los partidos políticos. Venezuela es un claro ejemplo de cómo las perversiones de la democracia pueden llevar a un país al precipicio. En Siria, los intentos de democratización han derivado en miles de muertos, millones de exiliados y la destrucción del tejido social. Las sociedades, ahora mejor informadas, son más críticas y más escépticas respecto de lo que hacen o dejan de hacer sus gobiernos. A este escepticismo se suma la ausencia de líderes políticos con proyección más allá de sus fronteras nacionales.

La llamada comunidad internacional ha perdido capacidad de reacción y efectividad en sus acciones. Los actores tradicionalmente activos están ahora más ocupados en sus propios problemas. Para muchos la globalización en un fantasma pernicioso.

El uso de la fuerza militar como medio de solución de conflictos o para el alcance de intereses particulares cobra mayor relevancia cuando los medios internacionales de contención han perdido efectividad. Rusia es el líder de esta vuelta al pasado.

En un entorno así, con retrocesos e incertidumbre, los que dicen saber enfatizan dos consejas. La primera, que en estos entornos el bienestar personal y comunitario depende más de las acciones propias que de lo que hagan los demás. La segunda, que es siempre mejor enfrentar estos escenarios con una visión del bosque y no solamente de unos cuantos árboles. Con horizontes de largo plazo y no solo con remedios coyunturales.

¿Podemos ser optimistas? Estoy convencido de que el optimismo no es una descripción de la realidad sino una intuición de que el futuro puede ser mejor. En todo caso, trabajar con esta perspectiva resulta mucho más realista que pensar en cambiar de planeta o en que las cosas mejorarán por arte de magia. Mis mejores deseos para 2017.

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