Cuando nací, la tradición, convertida en regla, era que los padres de un recién nacido tenían el derecho de ponerle el nombre a su hijo seguido del apellido paterno y luego el materno. Era, sin duda, una práctica machista, ya que el apellido del padre tenía preeminencia sobre el de la madre. Pero los valores sociales han cambiado, las tradiciones del poder varonil sobre el femenil se vienen derrumbando y las reglas modificando. En este caso, con la creciente igualdad de los hombres y las mujeres, resulta injustificable el mayor poder del padre sobre la madre en el nombre de un hijo. Es lo que está ocurriendo en México. Ayer, la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia concedió un amparo que permite invertir el orden tradicional de los apellidos.
María de los Ángeles Ahrens Gil quiso que sus hijas llevaran su apellido primero. El Registro Civil de la delegación Miguel Hidalgo, con base en el artículo 58 del Código Civil de la Ciudad de México, se lo negó y las registró conforme a la regla con los apellidos Galván Ahrens. La madre solicitó un amparo y, ayer, la Corte se lo concedió declarando inconstitucional el artículo 58. La señora ahora podrá solicitar el cambio de las actas de registro de sus hijas con los apellidos invertidos a Ahrens Galván.
El amparo sólo tiene efectos para ella. Sin embargo, con esta sentencia, la Suprema Corte está abriendo la puerta para que eventualmente la Asamblea Legislativa de la Ciudad de México modifique el artículo 58 a fin de permitir que los padres puedan escoger el orden de los apellidos de sus hijos, tal y como ya sucede hoy en Yucatán, Morelos y el Estado de México.
Este mismo asunto ya se había discutido en otros países occidentales. Hace seis años, por ejemplo, España modificó su ley de Registro Civil para eliminar la primacía del progenitor varón. La pareja podía decidir cuál apellido iría primero y, si no se ponían de acuerdo, los apellidos del bebé se decidirían por orden alfabético. Cuando leí esta noticia me pareció injusto el criterio de desempate. Si yo no me hubiera puesto de acuerdo con mi esposa, llevaba las de
perder. Mi primer apellido, el paterno siguiendo las costumbres anteriores, comienza con una zeta seguida de una u: estoy frito. En todo caso, me parece más justo el criterio que se utiliza en Alemania: si los padres no se ponen de acuerdo qué apellido debe ir primero, se echan un volado. La suerte es la que determina.
Desconozco si existe un criterio de desempate en los estados mexicanos donde ya se permite que los hijos lleven indistintamente el orden de apellidos de sus progenitores. Lo que celebro, porque es lo correcto en un mundo de igualdad de género, es que las costumbres estén cambiando para terminar con tradiciones machistas que discriminan a la mujer. Qué bueno que la Suprema Corte de Justicia así lo esté reconociendo y que las legislaciones se estén modificando.
Más allá de la igualdad del hombre y de la mujer en los apellidos de sus hijos, este asunto tiene un elemento muy interesante, el más importante creo yo. Se trata del derecho que tenemos los individuos a llamarnos como se nos pegue la gana cuando cumplamos la mayoría de edad. En México es prácticamente imposible cambiarse el nombre. El trámite es dificilísimo, prácticamente imposible de hacerlo. En otros países más liberales es, en cambio, muy fácil ya que se considera un derecho inalienable de las personas. En el estado de Nueva York, por ejemplo, se necesita enviar al Tribunal Civil una copia certificada del acta de nacimiento, carta de petición de modificación de nombre y unos cuantos dólares por el trámite. La resolución tarda poco y llega por correo al interesado.
El siguiente paso en todo este proceso de modernización de valores de una sociedad más libre, justa e igualitaria es enmendar la legislación para facilitar el cambio de nombre de un ciudadano mayor de edad: que el Estado reconozca el derecho que tenemos los individuos a llamarnos como queramos. ¿Por qué no?
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