Nuestro destino será una larga fila. En el mejor de los casos, ordenada y civilizadamente esperaremos nuestro turno entre decenas, cientos o miles de personas, para cualquier cosa. Algo tiene diciembre que satura. Los semáforos son más lentos con el verde y más largos en el rojo. Quizá no es el mes, quizá ya somos muchos en el planeta.

El tráfico en la ciudad borró las horas pico; ya son días pico, semanas pico, nuestra vida es pico. Lo que antes era un trayecto de minutos, ahora puede ser de horas. Los atajos se extinguieron. En el almacén de supuestos precios bajos, encontrar lugar en el estacionamiento es más que un golpe de suerte, es presagio de viacrucis. Se extrañan los tiempos en los que uno tomaba un carrito y entraba a la tienda con cara feliz, presto a comprar hasta lo no planeado. Ahora, antes de ingresar, hay que hacer una tediosa cola para que te asignen un carrito. Una vez adentro te das cuenta de que lo malo puede ser peor, las filas para pagar van desde el fondo del almacén hasta las cajas registradoras. El congestionamiento vial se replica en los pasillos de la tienda. Pronto habrá una aplicación para encontrar las mejores rutas, nos dirá cosas que sonarán a consejo nutricional, «evita vinos y licores», o «tiempo estimado para pagar, 40 minutos», «caja sin cajero más adelante». En vez de «Salida», los letreros del establecimiento deberían decir «Escape». Hemos pasado de la fila para las tortillas a la fila para todo. Vivimos la epidemia de la espera.

La ciencia ficción lo vio venir. Aunque, para nuestra desgracia, dejó de ser ficción. En el lejano 1969, Isaac Asimov escribió un primer artículo donde habló de la sobrepoblación. En la Tierra había entonces 3,500 millones de personas. En 1977 dirigió una carta abierta al presidente Carter, donde expuso su preocupación de que un aumento poblacional desmedido ocasionaría conflictos, hambre y guerras por la posesión y usufructo de tierras, agua, petróleo y otros recursos limitados (le faltó incluir carritos de club de precios). Con la lucidez que le caracterizaba, Asimov puso el dedo en la llaga en las políticas gubernamentales que promovían la procreación masiva para tener mano de obra barata y carne de cañón para las guerras.

Los escenarios distópicos desde la literatura nos han alertado, lo siguen haciendo, sobre las consecuencias de un mundo de hacinamiento, agresividad y racionalización. ¡Hagan sitio!, de Harry Harrison, sirvió de inspiración para la película Soylent Green (Cuando el destino nos alcance), en la que la gente duerme en escalones, se han extinguido especies animales y vegetales, la carne es un lujo para ricos y la población es alimentada con un alimento que produce y distribuye el gobierno, cuya manufactura es el centro de tensión de la historia.

En El mundo interior, de Robert Silverberg, la gente vive en bloques de edificios de mil pisos de altura. Qué decir de la obra más profética: Todos sobre Zanzíbar, de John Brunner, publicada en 1968, en la que predijo la Unión Europea, el euro, el crecimiento y poderío de China; habla de un «Presidente Obomi», la descriminalización de la mariguana, el poder de los medios masivos de comunicación, las videollamadas, el viagra, la legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo, la edición genética, la desinformación mediática, la carne sintética, la hegemonía de gigantes tecnológicos, el algoritmo y más, con una visión sociológica alrededor del tema central: la superpoblación y sus implicaciones en las dinámicas culturales, políticas y psicológicas de una sociedad del futuro (asombrosamente similar a la sociedad contemporánea). El nombre de la novela alude a que en los inicios del siglo pasado se estimaba que la población del mundo cabría, hombro con hombro, en la isla de Wight; la predicción de un crecimiento desmedido haría necesaria una isla mayor, Zanzíbar.

Las ventajas de la tecnología han hecho posible hacer infinidad de cosas a la distancia y desde una pantalla. Como sea, nuestra propensión gregaria es una especie de llamado instintivo, masoquista; la sensación de que existimos entre otros cuerpos. No es lo mismo un partido de futbol desde la casa que desde el estadio repleto. Quizá por eso pedir el súper a domicilio carece de la contradictoria emoción de hacer una eterna fila.

@eduardo_caccia

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