Una economía puede crecer invirtiendo en infraestructura, y para crecer, necesita forzosamente invertir en infraestructura. Es un medio y un fin del crecimiento económico. Es absolutamente crucial para un país y apostar por su desarrollo produce un aumento en el Producto Interno Bruto (PIB) potencial que se traduce en un empuje que puede durar décadas.

Este último rasgo es muy importante de la infraestructura. El presupuesto que se gasta hoy en proyectos de ese tipo tendrá un efecto positivo sobre el PIB de hoy, al construirse, pero tendrá sobre todo un efecto sobre el producto de lustros, décadas y hasta siglos por venir.

Los acueductos romanos sirvieron para llevar agua a las ciudades por siglos, y hoy son atractivos turísticos. La economía mexicana durante siglos se articuló alrededor de un antiguo camino indígena: el camino de tierra adentro, que hoy sigue siendo una de las columnas neurálgicas de la economía nacional.

En términos económicos, lo anterior se puede expresar con la frase de que la infraestructura contribuye tanto al PIB corriente (como el gasto en restaurantes, en ir al cine, o comprar más ropa), pero sobre todo eleva el PIB potencial, es decir, la capacidad de aumentar la producción del país en el largo plazo. La correlación entre la densidad y calidad de la infraestructura y el bienestar de la población de un país parecerían entonces ir de la mano. Un par de indicadores generados por el banco mundial, que ligan esa calidad con el PIB per cápita de varias naciones, confirman el aserto.

Con algunas excepciones, que responden a circunstancias particulares, el índice muestra que, a mayor calidad de la infraestructura de un país, mayor es el producto per cápita del mismo. La relación entre bienestar económico e infraestructura muestra el impacto de largo plazo que tiene la misma, por lo que una apuesta por ese sector casi siempre se traduce en economías y familias con mayor bienestar.

México, por ejemplo, que ocupa uno de los últimos lugares en el cuadro que adjuntamos en este texto, presenta uno de los índices de calidad de infraestructura más bajos de la muestra, por lo que parecería entonces que una de las recetas para elevar el bienestar económico del país sería elevar el gasto en este sector.

Y hay una ventaja: los rendimientos económicos y sociales de los proyectos de infraestructura pueden ser tan altos, que tiene sentido tomar crédito y pagar sus intereses, los cuales son fácilmente cubiertos por los beneficios creados por la infraestructura. Si las tasas de interés de largo plazo en México para el gobierno se encuentran en cerca de ocho por ciento, y para desarrolladores privados se sitúan poco por encima del once por ciento, los retornos económicos y sociales de la infraestructura pueden llegar a ser tan altos que compensan con creces los costos del crédito utilizado para el desarrollo de los mismos.

Durante décadas México tuvo un problema: ahorrábamos poco y como había poco dinero para invertir, sobre todo a largo plazo, teníamos que salir al exterior para financiar nuestra infraestructura. Esto incrementaba nuestra deuda externa, denominada en divisas foráneas, con lo que las presiones de balanza de pagos se acumulaban y las devaluaciones periódicas hacían pedazos los retornos de la infraestructura.

Pero hoy las Afores, por ejemplo, detentan ahorros masivos, superiores al 10 por ciento del PIB, o más de cinco billones de pesos. Junto con las Afores, otros jugadores se conjugan para tener una capacidad de ahorro significativa y constituyen la base de un mercado de inversionistas en pesos de largo plazo ideales para invertir en los proyectos de infraestructura.

Desde abril de 2017 la industria de la construcción en México entró en una mala racha de la que no acaba de salir hasta el presente, arrastrado por el componente de “construcción civil”, el más identificado con la infraestructura, que desde enero de 2014 ha venido hundiéndose. Una estrategia centrada en la infraestructura deberá de revertir esa tendencia y poner la economía en la senda del crecimiento.

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