Siempre nos han dicho que estudiar es la manera de salir adelante. La idea es que, con esfuerzo y dedicación a la escuela, tendremos una mejor calidad de vida. Verdad a medias. En México, aunque haya ejemplos de personas que mejoran sus ingresos estudiando, la situación es más compleja: a gran escala, hacerlo no funciona tanto para generar riqueza como se cree.

Empecemos entendiendo la lógica detrás de estas creencias. En términos técnicos, la educación se considera como uno de los mecanismos más poderosos para propiciar la movilidad social. Así, la política de acceso gratuito a la educación se justifica con el argumento de que dicha gratuidad permite emparejar las oportunidades de los estudiantes, independientemente de sus condiciones económicas, sociales y culturales de inicio. Se trata del gran vehículo en el discurso del «progreso compartido». Según éste, se espera que un buen sistema de educación pública rompa las inercias entre orígenes y destinos y propicie que cualquier persona avance en su educación solo mediante su propio esfuerzo y talento. En suma, este enfoque trata de generar instituciones educativas extendidas a lo largo y ancho del país que ofrezcan un camino seguro para quienes buscan superarse. Nuestra visión es que este planteamiento tiene una debilidad de origen, pues ignora las trabas que impiden la escalada económica y que están más allá de la adquisición de ciertas habilidades vía un temario escolar.

Lo anterior explica que el principal objetivo educativo del siglo XX fuera ampliar la cobertura y que se lograra. Nuestro país pasó de tener una escolaridad promedio inferior a 3 grados en 1970, hasta alcanzar en la actualidad 9.2 grados. La dimensión absoluta del sistema educativo pasó de 3 millones de alumnos en 1960 a 35 millones de estudiantes en la actualidad. Además, nuestra movilidad educativa durante el mismo periodo fue alta: casi 85% de los mexicanos estudiaron más años que sus padres. En papel, estas cifras son espectaculares. Sin embargo, nuestra movilidad social intergeneracional, esto es, cómo se compara la riqueza de los alumnos con la de sus padres a lo largo del tiempo es, en cambio, baja y especialmente en los extremos poblacionales: tanto los más ricos como los más pobres se mantienen con el nivel de riqueza de sus progenitores, aún cuando tienen más años de estudios. ¿Por qué si hay más estudiantes con más grados escolares sus ingresos han variado tan poco respecto a los de sus padres? ¿Qué causa esta situación paradójica?

Aunque la expansión de la cobertura educativa ha implicado ganancias importantes en el acceso escolar para los grupos sociales más desfavorecidos, una primera hipótesis para responder esta interrogante es que la ampliación ha sido dispareja por niveles educativos. En México, en los últimos 50 años han habido grandes avances en la cobertura de educación primaria y secundaria, pero los alcances han sido mucho más modestos para la educación media superior y superior. Así, la desigualdad se traslada del nivel básico hacia la educación intermedia y superior, grados que generalmente se relacionan con un amplio aumento en los ingresos. Quienes suelen ingresar con más frecuencia a dichos niveles educativos son los grupos con altos ingresos, lo que hace que permanezca la desigualdad mas solo diferida en el tiempo. Otras hipótesis son también viables. Por mencionar algunas, el aumento en los ingresos no se limita a los años de escolaridad (incluso cuando son en educación superior), sino a la nutrición, el dominio de habilidades particulares, y las redes de soporte, entre otras. También puede ser que la calidad educativa en los niveles básicos sea tan baja que no le permita a los egresados encontrar empleos bien remunerados.

La tendencia, no obstante, parece estarse revirtiendo. Hay que considerar que después del movimiento estudiantil de 1968, el gasto educativo destinado a educación media superior y superior aumentó del 20% al 40% y la matrícula en educación básica aumentó de 9.7 a 16.5 millones de alumnos. Después, el gasto por estudiante en educación superior pasó de ser 12 veces mayor al destinado a cada estudiante de primaria durante los años 80, a ser casi 6 veces menor durante los años 90. Finalmente, entre el 2000 y el 2015, el gasto por alumno de educación superior fue en promedio 3.1 veces mayor que el gasto por alumno de educación básica. Como referencia, el promedio de la OCDE es cercano a 2, lo que indica una reducción en la brecha entre gasto por alumno de educación superior y gasto por alumno de educación básica. Hay vaivenes con cada cambio de sexenio: el gasto se ha vuelto cada vez menos regresivo, pero sigue siendo regresivo.

Quienes se encuentran en los primeros 4 deciles por ingreso se llevan la mayor parte de los beneficios de la educación básica y la menor parte de los beneficios de la educación superior. De modo inverso, quienes se encuentran en los 3 deciles más altos son los que se llevan la menor parte de los beneficios de la educación básica y los que se benefician más de la educación superior. Más de la mitad de aquellos que no completaron la primaria se encuentran en el primer quintil de ingresos y casi el 70% de la gente que llega a tener estudios de educación superior se encuentra en los primeros dos quintiles por ingresos (ver la tabla 1).

Tabla 1. Riqueza por nivel de estudios.

Nivel de estudios Q1 Q2 Q3 Q4 Q5
Primaria incompleta 51 23 15 7 3
Primaria 29 25 23 16 7
Secundaria 13 18 25 27 17
Media Superior 7 15 22 27 30
Profesional y Posgrado 5 9 16 24 45
Q: quintiles de riqueza de origen. Cifras redondeadas.

En nuestro país, los más ricos se llevan la mayor parte de los beneficios de educación superior pública. Esto significa que estamos invirtiendo más presupuesto educativo en la gente que tiene más dinero. La educación pública no está sirviendo como herramienta de redistribución de la riqueza porque no estamos dirigiendo el gasto hacia los estratos más bajos.

Un sistema de educación publica puede y debe reducir brechas de desigualdad. Esta inequidad debe enfrentarse desde distintos frentes: dejar de dedicar más recursos públicos a los grupos más privilegiados y comenzar a gastar más en los más vulnerables, abandonar el hábito de sacar al niño “revoltoso” del salón pues probablemente ese alumno sea el que necesita más atención (no lo contrario), darle importancia a la educación temprana para el desarrollo de los infantes para compensar las desigualdades sociales que repercuten en el futuro de los niños, entre muchas otras. Queda un reto enorme para el sistema educativo mexicano: lograr compensar por las diferencias estructurales que al día de hoy nos siguen aquejando.

 

* Benjamín Castro es Lic. en Ciencia Política (ITAM) y Sebastián Guevara es Mtro. en Educación (Stanford). TWs: @bencasmar y @sebasgueco.

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