Se ha instalado la nueva Legislatura federal donde Morena tiene una mayoría cómoda. Un par de días en que hemos presenciado dos estampas de lo que será este movimiento-partido, el hegemónico de nuestro sistema electoral. Fotografías que demuestran una sola cosa: ambigüedad.

Comienzo con las estampas. Primero, en la Cámara de Diputados. Un enfrentamiento entre el presidente de este órgano legislativo, Porfirio Muñoz Ledo, y el provocador profesional, Gerardo Fernández Noroña. Ambos miembros de la coalición de partidos que llevó a López Obrador al poder. Fernández se apersona a la entrada de Palacio Nacional donde le grita traidor a Muñoz, quien en su papel de presidente del Congreso, asiste al Sexto Informe de Gobierno de Enrique Peña Nieto.

Al día siguiente, ya en la Cámara, ambos personajes se enfrascan en un pleito. Gerardo interrumpe la sesión y pide la palabra. Porfirio se la niega y lo manda a callar. Se hacen de palabras. Intercambian duros epítetos como si ambos pertenecieran a bandos opositores. Supuestamente, no lo son.

Segunda estampa. El Senado, en una primera votación, rechaza la licencia de Manuel Velasco para abandonar esta Cámara y regresar a gobernar  Chiapas. La mayoría de los senadores de Morena presentes en el Pleno vota en contra. Demuestran que no hay línea partidista, que cada quien vota en consciencia. No están dispuestos a aceptar el abuso de poder del impresentable gobernador del Partido Verde. Sin embargo, horas después, modifican su voto. Ahora, como por arte de magia, están a favor de darle la licencia a Velasco. Avalan, así, un abuso del poder que antes habían rechazado.

¿Cómo entender estas dos fotografías?

Origen es destino. En todos los partidos políticos del mundo, su código genético determina su conducta. Cuando Vicente Fox ganó la Presidencia y los panistas no sabían qué hacer con el poder, mucho se habló, con razón, del origen opositor del Partido Acción Nacional.

Su ADN era de partido de la oposición. Hasta cuando estaban en el poder, así se comportaban. En cambio, el PRI, que había nacido en el poder, tenía un ADN de partido gobernante: no sabían cómo comportarse en la oposición. Algo hay de cierto, me parece, en este argumento. La pregunta es, entonces, cuál es el ADN de Morena.

Ambiguo y contradictorio porque, por un lado, están los grupos de izquierda eternamente opositores del país. Los de las protestas en las plazas públicas, los que se movilizan en contra de un Estado que consideran injusto y represivo. Pero, por otro lado, se encuentran los expriistas. Los que tienen una cultura institucional. Los que saben operar políticamente dentro del Estado.

Fernández Noroña es un fiel representante del grupo que quiere seguir en la protesta a pesar de que ya ganaron el poder. Los que les encanta armar desmanes aunque sean miembros de un poder del Estado.

Por su parte, Muñoz Ledo es del grupo de expriistas que les gusta gobernar dentro de las instituciones de ese mismo Estado. Por eso, se presenta puntualmente al Informe del presidente Peña y detienen, en seco, cualquier tipo de afrenta en el pleno de la Cámara de Diputados.

Los senadores de Morena, sin línea, rechazan el abuso de poder de Velasco. Para eso llevan luchando años en la calle. Pero, luego, llega Ricardo Monreal, su coordinador, un expriista que pragmáticamente negocia con el Verde y los disciplina para que voten a favor de lo que habían sufragado en contra. Es lo que le conviene a Morena. El quid pro quo que también saben manejar los expriistas.

En un par de días en que llevan controlando el Poder Legislativo, Morena nos ha enseñado sus dos caras, la ambigüedad de sus orígenes, el sello de su ADN. Hay opositores profesionales y gobernantes profesionales. Hay quienes rechazan las instituciones del Estado y quienes las veneran.

Se trata de una contradicción deliciosa para los analistas de la política. Contradicción, por cierto, encarnada por el gran líder del movimiento, López Obrador, quien, cuando le conviene, utiliza el poder de las instituciones y, cuando no, las denuesta.

Twitter: @leozuckermann

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