En sus relaciones con el mundo, el gobierno de López Obrador ha mostrado con claridad cuál es el destino que quiere para México. Apoyó con su silencio el golpe de Estado que intentó perpetrar Donald Trump en enero de 2021. Apoyó la violenta represión contra los disidentes cubanos que ejecutó el dictador Díaz Canel y fue más lejos: le ofreció la tribuna oficial en la ceremonia del 16 de septiembre. Apoyó tácitamente a Vladimir Putin al igualar la acción invasora rusa con la acción defensiva ucraniana. Apoyó con su indiferencia el fraude que Evo Morales quiso ejecutar en Bolivia e incluso le brindó asilo. Mostró su solidaridad con Cristina Kirchner cuando la justicia la condenó por sus flagrantes actos de corrupción. Ha guardado silencio sobre las gravísimas violaciones a los derechos humanos en Nicaragua. Y finalmente, ha expresado su apoyo y le ha ofrecido asilo al depuesto presidente peruano Pedro Castillo luego de que éste intentó dar un autogolpe de Estado.

Ya no puede, como lo hizo al comienzo de su gobierno, alegar que su indiferencia o su silencio son acciones dictadas por la Doctrina Estrada, ya que en otros casos se ha mostrado abiertamente injerencista, tanto que los gobiernos de Colombia y Perú han tenido que elevar protestas ante las abiertas intromisiones de López Obrador.

Si en México ha engañado a sus fieles asumiéndose falazmente como “liberal”, en sus acciones y omisiones frente al exterior ha mostrado su rostro real: admirador del autoritarismo cubano y ruso, envidioso del fraude boliviano, atento a los métodos que siguieron los intentos de golpe de Estado en Estados Unidos y en Perú. Sin caretas: López Obrador es partidario del autoritarismo, el fraude y el autogolpe de Estado.

No engaña a nadie: si no ha viajado a las cumbres de líderes mundiales ni a las reuniones de organismos internacionales no es por austeridad o porque la supervisión de una carretera sea más importante, no ha viajado por acomplejado, por sus miedos, por su falta de curiosidad y porque si el inglés de Peña Nieto era malo el de AMLO es inexistente. Su visión es local, provinciana y minúscula. Por eso canceló el aeropuerto de Texcoco (incapaz de comprender la importancia de un hub aeroportuario) y por lo mismo apuesta a construir una refinería cuando el mundo marcha en sentido contrario. Por no entender de geopolítica, por su visión anclada en los años setenta, México ha desperdiciado la extraordinaria oportunidad que se abrió con la guerra comercial entre Estados Unidos y China.

En todo esto el papel de Marcelo Ebrard ha sido vergonzoso. Le ha vendido la noción a López Obrador de que sus ideas –chatas, limitadas– interesan al mundo. La propuesta de paz que presentó en la ONU rayaba en lo ridículo, y así fue tomada. El año pasado, cuando organizó la Cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños, su intervención pasó sin pena ni gloria. Su propuesta de formar una unión económica entre los países iberoamericanos siguiendo el modelo de la Unión Europea fue simplemente ignorada. Igual suerte ha corrido la propuesta de López Obrador de sustituir a la OEA. ¿El presidente está consciente de estos descalabros, se los edulcora Ebrard o no le interesan? Pienso que es lo tercero. Su visión del mundo es la de un presidente municipal de Macuspana.

En estos cuatro años, mientras el mundo cambia vertiginosamente, México se ha quedado estancado. Dejamos de ser tomados en cuenta. Regresamos a nuestro estatus bananero. Los recientes descalabros en las candidaturas fallidas de mexicanos para los organismos internacionales son una buena muestra de ello. No contamos en los organismos internacionales, no somos un factor a tomar en cuenta en la geopolítica.

No dudo que en el Granma, o en las gacetillas oficialistas de Nicaragua o Venezuela López Obrador tenga buena prensa. Por lo que respecta a la prensa seria del mundo (los grandes periódicos norteamericanos, ingleses o franceses), López Obrador tiene en ellos la pequeña estatura de los líderes folclóricos del pasado. Una especie de Pedro Castillo sin el sombrerote, pero igualmente insignificante. Por eso, cada vez produce más hilaridad cuando afirma que es “el segundo presidente más popular del mundo”. Uno se pregunta si no se da cuenta del ridículo que hace mostrando su pretendida fama. La respuesta es sencilla: su discurso no va a dirigido a la sociedad sino a sus seguidores. El presidente está orgulloso de la ignorancia del pueblo porque a ellos puede seguirlos engañando impunemente.

Durante sus primeros años López Obrador pudo esconder sus complejos bajo la engañifa de la Doctrina Estrada. Pasado el tiempo el presidente va desnudo: su apoyo al autoritarismo y a las intentonas golpistas lo han pintado de cuerpo entero. Cuando ha sido necesario que México adopte una posición firme, el presidente rehúye. Cuando lo mejor sería que guardara prudencia, AMLO se mete donde no le importa. La imagen es terrible: un presidente extraviado en el laberinto de un mundo que le quedó demasiado grande y que no entiende.

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