Guardo buenos recuerdos del rector Pablo González Casanova, que el próximo 11 de febrero cumplirá 98 años. En su discurso de toma de posesión ante el Consejo Universitario (mayo de 1970) apeló a «la razón y el derecho», justo los valores que habían faltado al régimen en el conflicto de 1968. Uno de sus primeros actos fue plantear la creación del Colegio de Ciencias y Humanidades. Era evidente que la UNAM necesitaba descentralizarse y diversificar su oferta educativa. Mi amigo Fausto Zerón-Medina y yo, consejeros universitarios, trabajamos con entusiasmo en ese proyecto.

Su padre, del mismo nombre, fue un destacado filólogo, y uno de los primeros exponentes del indigenismo en el siglo XX. Nacido en Yucatán en 1889 y formado en universidades europeas, regresó para dedicarse al estudio de las raíces originarias de México. Junto con Manuel Gamio, investigó el idioma náhuatl en Teotihuacán; escribió sobre aztequismos, compiló poesías y cuentos indígenas. Trabajó en los pueblos de la Meseta Tarasca. Murió prematuramente, en 1936.

Esa filiación explica la vocación humanista de González Casanova y su primera estación intelectual: la de historiador. Alumno de la UNAM, la Sorbona y el Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México, publicó El misoneísmo y la modernidad cristiana en el siglo XVIII (1948), Una utopía de América (1953) y La literatura perseguida en la crisis de la Colonia (1958). La primera trata sobre la resistencia intelectual y teológica al racionalismo ilustrado. La segunda es el perfil del excéntrico pensador Juan Nepomuceno Adorno, hermano espiritual de Fourier y Owen. La tercera es un paseo por la poesía mística, la oratoria sagrada, las canciones y los bailes, la sátira popular y la narrativa en el crepúsculo de la Nueva España, cuando las expresiones de libertad encontraban el valladar de la Inquisición y presagiaban la Independencia.

Desde fines de los cincuenta, su estación definitiva ha sido la sociología, tanto por sus publicaciones (la primera, Estudio de la técnica social, de 1958) como por su trayectoria académica en instituciones mexicanas y latinoamericanas. Con ese bagaje, y con el temple crítico propio de su generación de «Medio Siglo» (nacida entre 1920 y 1935), publicó un libro pionero: La democracia en México (1965).

Conservo todavía el ejemplar de pasta dura, bellamente editado por la Editorial Era de Neus Espresate y Vicente Rojo. Acompañado de sesenta y cinco cuadros estadísticos sobre la realidad económica, social y política del país, el libro razonó la convergencia del análisis marxista y el sociológico (Lipset, Theodor Adorno, Dahrendorf) en la postulación de la democracia como condición necesaria del desarrollo histórico. González Casanova defendía el legado de Cárdenas, la preservación del PRI y el presidencialismo, pero todo ello en un marco -inexistente entonces- de libertades políticas, respeto a la disidencia, competencia de partidos y una ley electoral confiable.

La rectoría de González Casanova se vio trastocada por la aparición -innecesariamente violenta- del sindicalismo universitario, y por el asalto de dos truhanes armados que, haciéndose pasar por militantes de izquierda, ocuparon las instalaciones de la rectoría. En diciembre de 1972, tras varios meses de agitación, blandiendo la defensa de la libertad académica, González Casanova presentó su renuncia. La noticia nos entristeció. Se trató de un golpe a la autonomía universitaria.

Tengo para mí que aquel atentado contra la razón y el derecho radicalizó la conciencia política de González Casanova hasta llevarlo a posiciones dogmáticas, incompatibles con la democracia que postuló en su libro. Sus textos comenzaron a caracterizarse por una intolerancia ante las voces disidentes no muy distinta a la que él mismo describió en la Colonia. Pienso sobre todo en su encomio irrestricto al régimen de Fidel Castro. En cambio, su defensa de los pueblos indígenas y del Ejército Zapatista de Liberación Nacional me parece encomiable: está hecha de simpatía genuina y lealtad al legado paterno.

Nunca tuve la oportunidad de agradecerle sus actos generosos. Don Pablo me escogió como orador en el homenaje luctuoso a Barros Sierra en la Facultad de Ingeniería. En mi discurso ataqué al gobierno de Echeverría a cuyo secretario de Obras Públicas, presente en el acto, no mencioné ni saludé. El rector no me reprendió.

Hoy más que nunca quiero rescatar su defensa de la autonomía universitaria. Y lo abrazo desde lejos.

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