Después de la debacle de Culiacán, podría resultar interesante una discusión sobre el papel de las fuerzas armadas en la sociedad mexicana. Huelga decir que no tendrá lugar, ya que la comentocracia le tiene un respeto reverencial a lo que los chilenos llaman “los milicos”, la oposición le tiene terror, y este gobierno prefiere, al igual que sus predecesores, resignarse a una serie de lugares comunes o cursilerías. A pesar de todo, vale la pena proponer algunos puntos de discusión que hipotéticamente podrían caber en un debate de esa naturaleza.
Primero: la persistencia anacrónica, primitiva y contraproducente de secretarios de la Defensa y de la Marina uniformados. Ningún país de la OCDE (a la que nunca debimos pertenecer: es un club de países ricos) carece de un ministerio unificado bajo mando civil, salvo Turquía, el otro socio pobre de la organización de París. Pero esos son mayoritariamente países desarrollados y viejas democracias. Sin embargo, ningún país de América Latina —salvo Venezuela; Cuba no cuenta— conserva esa disposición obsoleta: ni los grandes con viejos ejércitos aristocráticos, ni los pequeños, más recientes en su construcción castrense. Ningún presidente mexicano ha optado por modificar este esquema, sobre todo por respetar el antiguo acuerdo de los años treinta: los militares no se meten en los asuntos de los civiles —gobernar— y los civiles se abstienen de intervenir en sus asuntos —definidos como cada quien prefiera. Hoy se trata de un esquema disfuncional, anti-democrático, y que contribuye en gran medida a los siguientes anacronismos.
Se trata de la segregación o separación de los militares del resto de la sociedad. Además de provenir en su gran mayoría de los estratos más desfavorecidos —el equivalente de facto de un ejército voluntario— viven en unidades habitacionales apartadas de las demás zonas de las ciudades. No conviven con los mexicanos de a pie, ni en sus moradas, las escuelas de sus hijos, los cines, hoteles, centros de diversión o deportivos. Ellos y los demás mexicanos pertenecemos a compartimentos estancos. Lo del “pueblo uniformado” es un eufemismo, en cuanto a México se refiere: son una parte del pueblo, separada de los demás. Y en cuanto al mundo, son lo mismo que en otras naciones, mucho menos excepcional de lo que piensa López Obrador, sin que necesariamente sea lo ideal. El país en el cual el ejército es más “pueblo en uniforme” es Israel. Si la ley mexicana no permitiera que los militares fueran al estadio de futbol en uniforme, hay que cambiar la ley, como se hace todos los días en México. A menos de que no los quieran tanto como muchos sugieren. El artículo 404 del Código de Justicia Militar solo prohibe la portación del uniforme o de insignias militares a “quienes no les correspondan”.
La verticalidad militar de la jerarquía, sin mando civil como en los países normales, junto con la segregación castrense, lleva a un tercer anacronismo, quizás el más anti-democrático y disfuncional de todos. Se trata de la opacidad, o de la ausencia de mecanismos de rendición de cuentas y de transparencia. No me refiero a los temas de derechos humanos o de justicia civil; se ha avanzado. Se trata de la transparencia y la rendición de cuentas presupuestales, de compras y ventas, de asignaciones directas y de licitaciones, de formas ocultas de cooperación con otros países, de recurrir sistemáticamente a la reserva por motivos de “seguridad nacional” para no divulgar información comprometedora. Esto debiera ser inaceptable en una democracia moderna, con límites razonables. A menos de que se piense que es innecesario vigilar y castigar la corrupción en el seno de las fuerzas armadas, porque no son corruptas. Porque son “el pueblo uniformado”.