¿Sabes lo que son las teorías conspiratorias? Eso de que la Tierra en realidad es plana, pero que la NASA te engaña diciéndote que es redonda para no sé qué demonios; o que las torres gemelas no se cayeron jamás (o al menos no debido al impacto de aviones de pasajeros secuestrados por terroristas islámicos), sino que todo fue un holograma ultra moderno para poder invadir Irak; o que las vacunas producen autismo para que las grandes farmacéuticas se enriquezcan quién sabe cómo exactamente, y demás delirios provenientes de la pseudociencia y el pensamiento mágico popular contemporáneo. Bueno, pues el amor culposo de la sociedad posmoderna por las teorías conspiratorias es el producto directo de la creciente ausencia en ella del fundamental principio de la presunción de la inocencia. En pocas palabras, la presunción de la inocencia parece haber empezado a pasar de moda. Pues resulta que, ante un chisme sabroso, tengo básicamente dos opciones: creérmelo, como si Dios Padre, infalible y omnisciente, fuera el que me lo estuviera contando en persona, o presumir la inocencia del sujeto de aquella acusación hasta que se demuestre de manera creíble su culpabilidad. Claro que el camino fácil es el de creerme aquella calumnia, ya sea por conveniencia propia o simplemente por cobardía: en el lavadero de la azotea, mi vecina me narra el cuento chino de que los ricos me oprimen de manera cruel y sistémica, ¡y le creo!, pues me conviene pensar que esa es la razón principal de mi miseria, aunque no sea cierto, pues, en definitiva, no sería negocio para mí el aceptar la dolorosa realidad de que lo soy porque no trabajo ni me gusta hacerlo. Un vagabundo me pide una moneda para una pieza de pan, pero yo prefiero creer, aunque sea mentira, que usará mi dinero para comprarse drogas, y así, convenientemente, no le doy ni un peso, e incluso revisto mi tacañería con aires de grandeza y superioridad moral, pues me trago mi mentira de que, en realidad, le estoy haciendo un gran favor al no socorrerlo. Claro, eso no significa que no exista gente fraudulenta. ¡Vaya que existe! O que no haya miles de factores adicionales que determinen la pobreza además de la “flojera” (el simplista, falaz e insensible argumento de la ultra derecha); y claro que no estamos obligados a dar limosna, y menos a todo el mundo (además de ser prácticamente imposible), pero la falla moral que aquí intento describir no es la de no ser caritativos, sino la de ASEGURAR, sin razones de peso o pruebas contundentes, que aquel que solicita nuestra ayuda, en realidad no la necesita y solamente busca estafarnos.
Sin lugar a dudas, la presunción de la inocencia es más cara que la presunción de la culpabilidad. Sólo una sociedad civilizada opta por la primera opción y rechaza categóricamente la segunda, que es el camino fácil y ancho, que conduce al infierno del linchamiento irracional e injusto y a la quema salvaje e indiscriminada de supuestas brujas y herejes.
El otro pecado que suele atentar contra la presunción de la inocencia, es la cobardía: cual leproso en el siglo primero, el sujeto víctima de la calumnia se torna con inmensa facilidad en el apestado indeseable, aquel que merece nuestra distancia y rechazo absoluto; no se nos vaya a pegar algo de su presunta perversión, o no vaya a ser que las acusaciones resulten verdaderas y mi propia reputación se vea contaminada e incluso devastada, ya que, a fin de cuentas, si el río suena, es que agua lleva.
Sin la presunción de la inocencia de todos los individuos, incluso de aquellos que son realmente culpables, pero aún no se ha logrado probar adecuadamente su falta de inocencia, nos convertimos en una sociedad inmensamente injusta, inepta, paranoica, pusilánime, conspirofílica y siempre dispuesta a linchar a sus enemigos sin más necesidad que señalarlos con el índice para que así dé inicio la respectiva cacería de brujas en su contra, misma que es, sin lugar a dudas, una de las más malévolas y corruptas acciones realizadas por el espíritu humano.