Ahora que el Tratado de Libre Comercio de América del Norte parece naufragar, comienzan a proliferar diversas ideas para el mentado plan B. Todas las que se centran en diversificar nuestras relaciones comerciales no me convencen; sucede lo mismo con las tesis del mercado interno (de dónde van a salir los mexicanos que compren los tres millones de automóviles que exportamos cada año). Pero hay dos que me gustan, que escuché en voz de mexicanos en Washington y de exdiplomáticos mexicanos en México, a quienes no voy a ventanear, salvo para decir que son inteligentes y perspicaces, con experiencia en estos asuntos, y muy bien conectados en la capital del ‘imperio’.
La primera es más bien de orden táctica, y se refiere al dilema de la mesa de negociación y quién debe levantarse primero. Como se sabe, existen dos planteamientos antagónicos: uno –el que importa– el del gobierno y de los empresarios, de que México no debe pararse primero, y debe endilgarle el costo de una hipotética ruptura a Estados Unidos; otro, que creo que sólo sostengo yo, en el sentido de que si las autoridades saben a ciencia cierta que Trump quiere reventar el TLCAN, debemos ser nosotros quienes nos levantemos antes, escogiendo el momento, el lugar, el motivo y la narrativa que más nos convenga. Pero hay una tercera opción, quizás mejor que las dos citadas.
Consiste en lo que podría resumirse con la consigna de Trotsky
–rechazada al final por Lenin– en Brest-Litovsk, a propósito de las negociaciones entre la recién nacida Unión Soviética y Alemania: ni paz ni guerra. Si se llega a la conclusión de que Estados Unidos (EU) no quiere ningún acuerdo, mas tampoco invoca la cláusula de derogación del TLCAN (apartado 2055), México debe anunciar que no existen condiciones para negociar en la mesa, pero que va a llevar su causa, su caso, su agenda, a la sociedad norteamericana para que ésta convenza al gobierno estadounidense de volver a la mesa con buena fe. Las autoridades mexicanas, los empresarios, los artistas, los académicos, los comunicadores, se desplegarían por toda la Unión Americana difundiendo el mensaje mexicano, concentrándose en el Congreso, los medios, las universidades, las asociaciones empresariales locales, los clubes de Rotarios, Leones, Kiwanis y cuantas organizaciones haya, obviamente dirigiéndose a las comunidades hispanas, pero no sólo a ellas ni mucho menos. En el peor de los casos, el esquema nos serviría para otras cosas y causas, y para después. En el mejor de los casos, Trump recapacitaría. Se trataría de un esfuerzo público, sostenido y claro: no quieren negociar, nosotros sí, pero así no. Una duda: sé que podemos hablar bien del camello, pero no sé si tengamos camello. No veo más agenda comercial mexicana que la defensa del statu quo,como dijo Paul Krugman en el diálogo que sostuvimos en la UNAM el jueves.
Segunda buena idea del plan B: la legislación mexicana, acompañada de arbitrajes internacionales vinculantes y obligatorios. Muchos lo hemos repetido desde 1992: el TLCAN fue ante todo una decisión –más o menos desesperada– para blindar la política macroeconómica, para dar certidumbre y para ofrecer seguridad jurídica a los inversionistas, extranjeros y nacionales. Sin TLCAN, no se ve muy bien cómo garantizar todo esto. Un remedio subóptimo, pero mejor que nada, consistiría en incorporar a las leyes mexicanas internas todo lo que está en el TLC (por ejemplo, investor-state dispute settlement) y no que se encuentra en dicha legislación, pero sometido, por decisión mexicana, a diversos instrumentos de arbitraje internacional. El arbitraje tendría que ser obligatorio, es decir, que el gobierno de México, por ejemplo, no podría negarse a él, y vinculante, es decir, el gobierno de México se vería obligado a aceptar los fallos (a diferencia, por ejemplo, de lo que hizo en el caso de José Gutiérrez Vivó y los Aguirre en 2005). En lugar de atarnos las manos con cuerdas canadienses y norteamericanas, nos las amarraríamos con mecates mexicanos. No es lo ideal, pero no está mal. Mi duda: ¿lo aceptaría el Congreso? Tarea para el Frente.