De uno de los agujeros del muro de metal que divide a México de Estados Unidos fue amarrado un lazo amarillo que corre dos metros hasta uno de los barrotes con los que fue construida la casa de madera. Hay un tendedero del que cuelga ropa de colores y que contrasta con la valla que fue colocada hace 20 años por el gobierno de Estados Unidos. Nunca perforaron el muro, sólo se adaptaron a la textura que adquirió con los años.
La casa está localizada en la zona montañosa de Tijuana, un asentamiento irregular al que llaman el Nido de las Águilas. El lugar -uno de los mayores perímetros de pobreza de la frontera- ha estado siempre ahí, incluso antes de que colocaran las primeras láminas.
En los últimos años los habitantes del barrio decidieron sacar provecho a su ubicación: el muro que pagó Estados Unidos ha servido para construir casas, como cocheras, pared de un baño de letrina, tendederos o cualquier otra utilidad en los hogares.
El viejo muro también ha sido fuente de ingresos y muchos viven de la venta del metal que logran desprender y que es comprado por las empresas de reciclaje de la ciudad.
Para ellos la construcción de un nuevo muro implica la destrucción del viejo y con ello sus casas se vendrían abajo.
En el Nido de las Águilas temen que las promesas del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, acaben con su patrimonio.
En la casita donde el muro se adaptó como tendedero de ropa, la valla también sirve como pared del baño de letrina de una familia originaria de Acapulco, Guerrero, migrantes que intentaron cruzar hace algunos años y que se quedaron al final en esta ciudad fronteriza. El excusado está en México y el respaldo es propiedad de Estados Unidos.
El Nido de las Águilas era una gran parcela cubierta por una delgada capa de pasto, de relieve desigual encañonada a los pies de una montaña. Antes de 1990 nadie sabía dónde empezaba el territorio de Estados Unidos.
Los niños improvisaban partidos de futbol y aplanaban el terreno con los pies, hasta el día que una grúa se instaló en el lugar y el campo de juego quedó dividido en dos por una lámina de tres metros de alto.
Desde entonces el sonido de las máquinas y de los helicópteros que vigilan se mimetizó con la vida de los habitantes. El muro se construyó a dos metros de donde terminaba la última cuadra del barrio, dejando un pasillo de tierra entre dos países.
La señora Josefina vive aquí desde que inició la construcción del muro, hace más de dos décadas. Originaria de Durango, llegó a Tijuana con la intención de llegar al vecino país. Pero la oportunidad de adquirir un terreno muy barato en el barrio la hizo desistir de arriesgar la vida en el camino. Sus tres niños, recuerda, jugaban en la Unión Americana.
Después de 1994, cuando se erigió la valla de metal, lograban treparlo y jugar en la pradera del otro lado. Pero luego los helicópteros, los carros de la patrulla fronteriza y la eterna construcción volvieron imposible el paso.
“Y empezaron a quedarse aquí los migrantes deambulando días, pedían agua en las casas; no era fácil cruzar”, declara.
Algunos migrantes eternamente esperando el momento de cruzar se deprimieron y comenzaron a drogarse, se quedaron sin dinero y la única opción que vieron era robarse el muro y venderlo en partes en las recicladoras locales.
“Por eso muchos vecinos decidimos cerrarles el pasillo que daba atrás a nuestras casas. Había muchos maleantes”, los colonos del Nido de las Águilas se apropiaron del pasillo y el muro se convirtió en una extensión de su propiedad.
En las casas del barrio, la valla es parte de una pared, como la de la familia de Karla, una migrante originaria de Guerrero.
Sirve de pared para completar la edificación del baño, también para amarrar mecates y en donde cuelga la ropa; incluso, construyó una casa de madera para contemplar el paisaje más allá de la barda de metal que le impide ver al norte de su propiedad, pero alcanzar a mirar a Estados Unidos.
“El ruido era horrible, pero la verdad es que te acostumbras, todos los días como a las seis de la mañana empiezan a trabajar las máquinas”, para reparar eternamente la frontera.
Mientras del lado estadounidense las máquinas trabajan hasta 20 horas al día para reparar y parchar el muro fronterizo, otros lo destruyen todos los días: aunque las autoridades desconocen la cantidad anual del hurto, en la zona se puede observar a quienes se dedican a extraer los materiales, como Agustín Pérez, un hombre que deambula por una de las calles sin pavimentar del Nido de las Águilas. Vive en una cuartería a un costado de la línea que divide a México de la Unión Americana.
Hace unos cinco años intentó cruzar al vecino país brincando la malla que con los años se ha ido oxidando; en el intento se cortó las manos y perdió un dedo.
Cuando hay oportunidad, cuando llueve, por fin un pedazo de la valla que parece impenetrable, cede. Agustín, a garrotazos, termina de desprenderla. Gana dinero y facilita el cruce, dice sin remordimiento. Es adicto a la heroína.
“Ganó unos pesos vendiéndolo en el kilo [recicladora], pero también le ayudó a los paisas”, sonríe y muestra los dientes. “Si viene el muro de Trump, también se lo desmantelamos -sentencia-, a lo mejor vale más que el viejo”, vuelve a sonreír, despreocupado.
Desde 2011, cuando las autoridades de la Policía Municipal de Tijuana registraron durante dos días consecutivos el robo de 27 láminas del muro fronterizo y herramientas profesionales para cortar metal, los robos son frecuentes.