La casa, en la colonia Nido de Águilas, es la última antes de que comiencen los 2,3 kilómetros en los que la valla entre México y EE.UU. desaparece; por eso, decenas de migrantes acuden al lugar de Porfirio Hernández en busca de agua y ayuda, aunque cada vez, matiza este mexicano, cruzan menos personas.
En el norteño estado de Baja California se encuentran 20 de los 1.116 kilómetros de frontera que actualmente están vallados, una iniciativa que comenzó en 1994, mucho antes de que el actual presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ordenara construir el gran muro que recorrerá todo el territorio entre México y su país.
El obstáculo se interrumpe de forma abrupta, sin ninguna explicación aparente y durante algo más de dos kilómetros, en las proximidades de la casa de Hernández (municipio de Tijuana), lo que ha hecho a este hombre de 59 años testigo de las experiencias de numerosos migrantes que aprovechan esta zona abierta para intentar cruzar la frontera.
Sin embargo, Hernández, quien lleva 17 años en esta casa, asegura que desde que Trump tomó el poder son menos los migrantes, tanto mexicanos como centroamericanos, que se atreven a pasar por ese tramo.
Una disminución que comenzó a percibir con la Administración del presidente Barack Obama, ya que hace una década pasaban «30, 40 personas» de forma diaria, hasta hace poco eran unas cinco o seis personas prácticamente todas las jornadas y actualmente únicamente ve a unas tres personas cruzando semanalmente.
«Ahorita ya no están pasando», afirma a Efe Hernández, quien valora que desde que entró el nuevo presidente «está poniéndose fea la situación».
Sobre todo, los migrantes que llegan a su puerta solicitan agua, porque «aquí es puro desierto, casi no hay», pero también algo de comer.
En algunas ocasiones, ha vivido «cómo vienen corriendo a la casa, pidiendo auxilio porque los están correteando (persiguiendo)» los delincuentes, uno de los múltiples peligros que enfrentan los miles de migrantes que cada año recorren México rumbo a EE.UU.
El paso se hace más difícil por la tarea de las autoridades migratorias, quienes realizan patrullajes frecuentes por la colonia y cuentan con cámaras de seguridad para controlar el paso.
Los migrantes intentan aprovechar la oscuridad de la noche o las malas condiciones meteorológicas, como la niebla, para pasar al otro lado, a San Diego.
«La mayoría son detenidos; son pocos los que pasan, pero sí pasan», dice Hernández, y recuerda cómo ayer mismo detuvieron a dos migrantes.
Aunque normalmente no les dan albergue para que se queden descansando, en su casa tienen que tener cuidado para que las autoridades mexicanas no les vean ofreciendo comida a migrantes, porque ya han tenido problemas con las patrullas anteriormente, comenta.
En una ocasión, relata, «se metieron en la casa, sin tener orden de cateo, ningún permiso, y revisaron todos los cuartos», acusándoles de que estaban resguardando a un grupo de migrantes.
«Y gracias a Dios, los migrantes ya habían cruzado al otro lado», agrega.
De las conversaciones que mantiene con ellos concluye que «todos los que están pasando por aquí para allá son porque están cortos de recursos, y quieren vivir una vida tranquila».
Hernández encuentra puntos de conexión entre las historias de los migrantes y la suya propia, ya que él salió del sureño estado de Chiapas hace aproximadamente tres décadas por la pobreza.
Entonces los miembros de su familia no tenían recursos ni oportunidades laborales, por lo que tuvieron que emigrar, primero para instalarse en el estado de Tabasco y luego en Tijuana.
«Yo he visto la pobreza, esa situación, no tengo corazón de decir que no, trato de alivianarlos porque yo he sufrido mucho en la vida también», afirma el chiapaneco.