Dentro de unos meses, Tijuana estará saturada con migrantes de todo el mundo —de Haití, India, Bangladesh y varias partes de África — todos esperando llegar a Estados Unidos.
En un repunte que los funcionarios mexicanos dicen que no tiene precedentes, unos 15 mil migrantes de fuera de América Latina pasaron por Baja California este año — cerca de cinco veces la cifra del 2015.
Más de un tercio de los detenidos en los centros de inmigración destinados para ese propósito en California en septiembre eran de fuera de Latinoamérica, según informaron los funcionarios de Estados Unidos.
Conforme viajan por un camino de rodeos, peligroso, por la espina de Sudamérica, Centroamérica y México, han agotado recursos a lo largo de la ruta y presentado nuevos retos para asegurar la frontera sur de Estados Unidos.
Han abierto un dramático nuevo capítulo en la larga historia de la inmigración al Nuevo Mundo. Mientras que las generaciones anteriores llegaban en cruceros desde Europa o en pequeños botes por el Caribe, estos nuevos aspirantes a estadounidenses están usando redes que se habían usado desde hace mucho para pasar drogas y migrantes por tierra a Estados Unidos desde Latinoamérica.
A diferencia de los millones que han viajado a lo largo de los años desde México y Centroamérica, muchos de los que ahora están llegando a la frontera sur de Estados Unidos están volando por sobre los mares y comenzando travesías desde muy adentro de Sudamérica a través de terrenos de dificultad inimaginable.
Muchos dicen que intentaron sus viajes —a pie, en camión, bote, y burro a través de hasta 10 fronteras internacionales—porque no se sintieron bienvenidos en Europa y esperaban tener más suerte en Estados Unidos.
Para cuando llegan a la puerta de Estados Unidos han navegado selvas pobladas con serpientes venenosas y narcotraficantes, autopistas patrulladas por policías corruptos y fronteras manejadas por traficantes depredadores. Murmuran historias de robos, asesinatos, violaciones y ahogamientos. Muchos finalmente llegan a Estados Unidos después de meses de dificultades, sólo para que los suban a aviones y los envíen de regreso a casa.
El número de migrantes de muy lejos que llegan a Tijuana palidece en comparación con los cientos de miles de latinoamericanos que pasan cada año. Pero el despunte está presentando dificultades a las autoridades en ambos lados de la frontera, quienes tienen problemas para alojar a tanta gente con idiomas y culturas distintas.
Para el otoño, el cuello de botella en la frontera había alargado el tiempo de espera para ver a un oficial de inmigración de días a semanas. Hoy, cuatro mil personas de fuera de Latinoamérica están anhelantes en Tijuana y Mexicali, esperando entrar a Estados Unidos.
El grupo más grande de esta nueva ola de migrantes internacionales viene de Haití. Más de cinco mil haitianos se han presentado en los puertos de entrada de California sin visas y han sido calificados “inadmisibles” desde octubre del 2015, un incremento enorme comparado con los 336 que llegaron el año fiscal anterior.
La empobrecida isla-nación fue devastada por dos desastres mayores en los últimos seis años: un terremoto en el 2010 que mató a por lo menos 220 mil personas y dejó a más de un millón sin casa, y un huracán en octubre que arrasó hasta el 80 por ciento de algunas áreas costeras.
Pero el gran número de haitianos presentándose en California fue una sorpresa. Por décadas, aquellos que buscaban entrar a Estados Unidos viajaban 700 millas de océano en botes desvencijados, la mayoría de las veces llegando a Florida. ¿Por qué, se preguntaban los oficiales, escoger una ruta que es 10 veces más larga?
Ahora los sonidos de francés y criollo haitiano se mezclan con el español y el inglés en los refugios de Tijuana, los cuales apenas hace un año se llenaban con migrantes de Centroamérica y mexicanos recién deportados de Estados Unidos. El influjo ha rebasado la capacidad de ayuda de los lugares sin fines de lucro.
“Estamos al borde”, exclamó Murphy. “Nunca imaginamos que esto continuaría por más de dos o tres semanas”.
Se dice que miles de migrantes más vienen en camino.
“No, no, no, no tenemos espacio para ellos”
Emmanuel Ngunyi llegó a Tijuana en un vuelo proveniente de la Ciudad de México, donde había pasado unos días recuperándose de un difícil viaje que comenzó con un vuelo desde Camerún hasta Ecuador y continuó por tierra a través de una docena de países.
Miembro de una minoría de Camerún que habla inglés, el hombre de 25 años había sido encarcelado dos veces por apoyar un movimiento separatista. La segunda vez fue la peor, comentó. Sus carceleros lo amarraron del techo y lo violaron con una vela.
Si lograba llegar a Estados Unidos, estaba convencido, “mi vida estará segura”.
Algunos países fueron fáciles de cruzar, aun sin una visa. Los funcionarios otorgaban los permisos para que los migrantes pasaran dándoles unos pocos días para cruzar su territorio. Pero otros lugares —Nicaragua, Costa Rica, Panamá— habían cerrado sus fronteras a los migrantes. Tuvo que reclutar la ayuda de traficantes para cruzar grandes espacios de selva, pantanos y montañas a pie.
En total, Ngunyi requirió dos meses para llegar a México y le costó casi 10 mil dólares. Eran mediados de mayo cuando aterrizó en Tijuana, y el fresco de la mañana lo hizo titiritar.
Trató de contratar un taxi desde el aeropuerto hasta la frontera, pero discutió con el conductor, quien según explicó Ngunyi, le quitó el celular y lo empujó fuera del auto. Así que decidió caminar las últimas pocas millas.
Había una larga línea de gente esperando usar el cruce peatonal en San Ysidro. Caminó hasta el frente y le dijo al primer oficial de policía que vio: “Deseo solicitar asilo en Estados Unidos”.
“¿Ves gente como tú aquí?”, vociferó el oficial. Lo envió al final de la fila.
Cuando llegó al frente, lo escoltaron al puerto de entrada para esperar una entrevista con Protección de Aduanas y Frontera de Estados Unidos. La espera duró la mayor parte del día, y se quedó dormido en el piso.
Al fin llegó su turno de ser interrogado. Un funcionario le preguntó su nombre, de qué país venía, su dirección.
Luego otra oficial irrumpió en el cuarto. “No, no, no, no tenemos espacio para ellos”, recordó que ella había dicho. “De vuelta a México. Todos ellos de regreso a México”.
Pasaba de la medianoche cuando Ngunyi se encontró de nuevo en Tijuana, la puerta de Estados Unidos cerrándose detrás de él.
Ngunyi pasó su primera noche en Tijuana sobre el pavimento fuera de San Ysidro, junto a un mini súper cerrado llamado “La Línea”.
Por la mañana, los empleados de la tienda le dijeron cómo llegar a un refugio del Ejército de Salvación, donde le dijeron que podía esperar una cita con las autoridades de inmigración de Estados Unidos.
Seis días después, seguía esperando.
Envuelto en una chamarra gruesa blanca que los trabajadores del refugio le habían dado, Ngunyi se recargó sobre un muro del patio y miró a lo lejos. Cerca de ahí, varios hombres de Senegal pateaban una pelota de fútbol. Un voluntario pasaba ofreciendo galletas.
Ngunyi sonrió levemente.
“Te cuidan bien aquí”, dijo. “Pero éste no es mi destino”.
“Si nos deportan, ¿qué será de nosotros?”
Mientras que los funcionarios aquí simpatizan con los apuros de los migrantes, no esconden su frustración hacia sus vecinos del sur por no hacer más para frenar el flujo que está desviando tiempo y recursos que se necesitan para ayudar a mexicanos deportados de Estados Unidos y centroamericanos solicitando asilo en México.
Muchos de los migrantes de África, Asia y el Medio Oriente comienzan su jornada pagando a traficantes miles de dólares para arreglar pasaje a países tales como Ecuador y Brasil, donde es más fácil para ellos obtener ingreso legal que en Estados Unidos.
“Hay un par de países en el hemisferio, específicamente en Sudamérica, donde tienen leyes de inmigración muy relajadas”, explicó Rodulfo Figueroa Pacheco, quien dirige el Instituto Nacional de Migración en Baja California. “Eso les permite poner pie en el continente para dirigirse al Norte”
Muchos de los haitianos que se están presentando aquí dicen que llegaron a Brasil luego de perder sus casas y formas de vida en Haití durante el terremoto del 2010. En ese tiempo, la economía de Brasil estaba en pleno auge, y el país requería mano de obra barata para prepararse para la Copa Mundial de Fútbol en el 2014 y los Juegos Olímpicos de este año.
Pero Brasil está ahora en medio de la peor recesión en 80 años. Algunos haitianos fueron despedidos y encuentran imposible pagar renta y además enviar ayuda a sus desesperadas familias allá en casa. Así que enfilaron hacia el Norte.
Hasta ahora, a la mayoría de los haitianos que llegaban a la frontera de Estados Unidos se les daba permiso para permanecer al menos temporalmente basados en principios humanitarios. El gobierno de Obama dejó de deportar haitianos luego del terremoto, a menos que fueran convictos de crímenes serios o se les considerara un riesgo a la seguridad.
Pero el gobierno revirtió esa decisión en septiembre, luego de que los funcionarios de Estados Unidos supieron que miles de personas venían en camino hacia sus orillas. Más de 200 haitianos han sido deportados de Estados Unidos en semanas recientes, esparciendo el pánico entre aquellos que pensaban que estaban a unos pocos días de que se les permitiera entrada a territorio estadounidense.
Philonise Alfreide, madre soltera de 30 años, comentó que no puede regresar a Haití. Su familia vendió todo lo que tenían allá —tierra, vacas— para pagar su viaje con la esperanza de que ella los mantuviera cuando llegara a Estados Unidos. A lo largo del camino, narró Alfreide, fue extorsionada por policías corruptos y detenida por bandidos armados que tomaron todo lo que ella tenía.
“La familia puso toda su esperanza en mí”, expresó, mientras acomodaba a su hija de un año para pasar otra noche en el refugio Padre Chava Desayunador Salesiano en Tijuana. “Si nos deportan, ¿qué será de nosotros?”
Los refugios de Tijuana están rebosantes.
En Padre Chava, un refugio de 88 camas y cocina, las mujeres y niños haitianos esparcen cobijas en el piso por entre las mesas del comedor para dormir por la noche. Movimiento Juventud 2000 ha armado docenas de tiendas de campaña afuera de su instalación de 33 camas para acomodar a más migrantes.
Aquellos que no pueden encontrar espacio en un refugio están durmiendo en las salas de las iglesias, rentando cuartos en casas privadas, llenando hoteles baratos en la zona roja, en medio de clubs nudistas y bares que anuncian “cerveza de día y de noche”.
Los migrantes desesperados a menudo buscan a Murphy para pedirle consejo. El padre trata de ser realista. Solamente a aquellos con un miedo bien fundado de ser perseguidos o torturados se les permite solicitar asilo, y no cree que muchos de ellos lo obtengan.
Dos hombres de Camerún se acercaron a Murphy después de una misa celebrada en el atrio de la Casa del Migrante. Sus citas con oficiales de la frontera de Estados Unidos se acercaban. ¿Les podía dar su bendición?
“Que Dios los guíe y proteja en su jornada”, entonó Murphy. “Y que encuentren a una persona amable allá que los escuche”.
“Es mi última esperanza”
Más de 200 personas esperaban afuera de un tráiler una mañana otoñal cuando los funcionarios mexicanos llegaron a su oficina improvisada al lado del refugio Padre Chava. Muchos migrantes habían dormido en la calle para ser los primeros en obtener una cita para ser procesados en la frontera.
Los funcionarios de Estados Unidos solamente pueden atender unos 120 migrantes indocumentados por día entre sus dos puertos de entrada que manejan Baja California. Así que las autoridades mexicanas ahora insisten en que tengan citas antes de permitirles cruzar, una política criticada por algunos defensores de los derechos humanos que argumentan que México no debería interponerse entre aquellos que buscan asilo en Estados Unidos.
Entre gritos y empujones el grupo se abalanzó hacia el tráiler, frenados por oficiales de policía con chalecos antibalas. Los funcionarios mexicanos batallaban para hacerse entender.
“¿Documento?”, preguntó en español Rosario Lozada, la directora en la ciudad de asuntos migratorios.
“Camerún,” contestó.
“No, no, ¿Cómo entró a México?”, preguntó en inglés. “¿Dónde está el documento?”
Él le entregó una hoja de papel emitida en la frontera sur de México dándole 20 días para legalizar su estatus o abandonar el país. Ella revisó que la fotografía en el documento correspondiera con la cara de él, luego lo selló con una fecha tres semanas adelante.
Muchos aquí dicen que es sólo cosa de tiempo antes de que migrantes frustrados traten de cruzar ilegalmente.
En el Hotel Cortez, Nertho Thermitus tenía una decisión que tomar.
El haitiano de 28 años había soñado con ir a la universidad. Pero cuando su familia perdió su hogar durante el terremoto, tuvo que buscar empleo. Pasó dos años en una fábrica en Brasil que hace partes para autos, pero lo despidieron en el 2015.
Ahora él y dos compañeros de viaje habían estado compartiendo un cuarto por cerca de tres semanas en Tijuana y se les estaba acabando el dinero muy rápido. Tenía una cita en la frontera para el día siguiente pero se preguntaba si debería en vez de eso tratar de obtener un empleo en México. Los dueños de fábricas locales estaban contratando en los refugios.
¿Debía arriesgarse a ser deportado de Estados Unidos?
Sus compañeros de habitación mantenían las esperanzas. Después de todo, ya habían llegado, ¿cómo podría Estados Unidos rechazarlos?
“Esta decisión me está manteniendo en vela por la noche”, comentó Thermitus, sacudiendo su cabeza.
Los tres hombres se quedaron en silencio. La música muy alta del radio de un vecino llenaba el cuarto apenas iluminado.
A la mañana siguiente, Thermitus se levantó antes del amanecer. Se puso un pantalón de mezclilla oscuro, y un suéter gris a rayas que había estado guardando para su ingreso a Estados Unidos. Empacó el resto de sus cosas en una mochila pequeña, terminó una bolsa de frituras y elevó una plegaria en silencio.
“Decidí dejar todo en las manos de Dios”, dijo calladamente. “Es mi última esperanza”.
Afuera, las calles estaban desiertas. Thermitus caminó rápidamente, pasando clubes y bares aún operando de las parrandas de la noche anterior, hacia un camino de ladrillo pintado de amarillo como el de Dorothy.
El sol comenzaba a aparecer mientras él iba por el cruce hacia San Ysidro.
Un oficial de inmigración mexicana revisó los papeles de Thermitus y le instruyó que se formara en una línea de migrantes en espera. Hubo un altercado cuando un hombre sin cita trató de colarse atrás de él.
Poco antes de las 8:30 A.M. un oficial dio la orden de que pasaran por el puente peatonal. En la cima de la rampa, los migrantes se volteaban para decir adiós a sus amigos que estaban abajo, quienes les gritaban “bon voyage! (buen viaje)”.
Thermitus continuó caminando y desapareció en la densa neblina del sistema migratorio estadounidense.