En el lejano 1999 la serie animada Futurama, creada por Matt Groening, exploró, con humor negro y destellos de ciencia ficción, una sociedad humana entre robots. Ahí, en el año 3000, estaba iZac, un cantinero androide con bigote. La ficción nos pisa los talones: ya hay bares donde los martinis son preparados por seres de brazos telescópicos, cerebros de silicio y almas de algoritmo.
Las barras son espacios donde las palabras se deslizan entre copas y confesiones. En estricto sentido, no son un lugar solo para beber, sino un espacio ritual, donde el cantinero -como confesor y compañero fugaz- ejerce una función terapéutica, que con frecuencia facilita la introspección. Dice un amigo que suele inspirar decisiones importantes en las barras, de las que ha hecho sitios de culto, que «son el lugar perfecto para sentirte libre si estás acompañado, para sentirte en paz si estás solo, para hablar contigo mismo, conversar con tu tequila». La novedad nos hace cuestionarnos ¿qué sucede cuando el barman es reemplazado por un robot que sirve bebidas con precisión mecánica?
Un buen cantinero sabe cuándo inyectar una dosis de humor para aliviar la tensión o platicar una anécdota que detone una conversación. Esta habilidad para entretener y conectar crea una atmósfera única. Un robot puede contar chistes programados o datos aleatorios, pero carece del ingenio y de la chispa que generan complicidad. En muchas culturas su rol va más allá de la mera preparación de tragos; es el mediador entre el caos interno del cliente y un momento de solaz. Desde una perspectiva antropológica, el cantinero encarna la figura del chamán urbano, aquel que, sin juicios ni preguntas innecesarias, escucha, comprende y aconseja. El «avance» tecnológico reemplaza los oídos con circuitos. ¿Podrá un robot notar cambios en el tono de voz, interpretar emociones complejas, como la tristeza o la alegría detrás de un «hoy, me merezco un doble»?
Reemplazar al cantinero por un robot significa despojar al espacio de su dimensión simbólica. La barra dejaría de ser un lugar de intercambio personal para convertirse en un mero punto de transacción. Es un golpe a la esencia de la experiencia humana. Un robot puede lograr una mezcla perfecta, pero no puede intuir si el cliente necesita una conversación ligera o un silencio cómplice. El reemplazo del cantinero también refleja un cambio más profundo en la sociedad: la deshumanización de los «espacios refugio». La tecnología, en su afán de optimizar recursos y obtener utilidades, amenaza con eliminar los matices de la imperfección humana que nos hacen sentir conectados. En este sentido, la barra pierde su alma y se convierte en una simple estación de servicio.
La humanidad se sustenta en rituales. Más que perder un oficio, lo que está en juego es perder un rito, que no solo se hace de la idéntica secuencia con la que alguien exclama «lo de siempre». Existe también la magia de la espontaneidad humana, esa que da pie a una bebida que no está en el menú o a poner frente al cliente una botella inédita que reta los sentidos con un sabor impredecible.
En sus versiones más pulidas, quien está detrás de la barra será capaz de hazañas notables. Más allá de exagerados lances acrobáticos en donde vuela el hielo y cae en un vaso o giran las botellas en el aire, la auténtica conexión humana no requiere prodigios de saltimbanquis; baste recordar una leyenda urbana: Maritere, propietaria del bar Gato Verde, en la Guadalajara del último cuarto del siglo pasado. Preparaba bebidas, cantaba con un micrófono colgado al cuello y además cobraba; todo al mismo tiempo. Ah, y se daba el lujo de las hechiceras, recordaba nombres, anécdotas, chistes y remediaba corazones con pócimas y consejos de quien ha tenido una vida curtida entre tragos, acordes y emociones.
Alegrémonos, sutilezas como una mirada, la sonrisa, un gesto corporal, no son del dominio de una máquina (por ahora). La próxima vez que reclames que habías pedido tu bebida con agua natural, no gasificada, hazlo con el gusto de quien se sabe frente a la vulnerabilidad humana de la imprecisión. Y si ves una copa globo con monedas y billetes sobre la barra, alégrate de dejar una propina que sirva para provocar una sonrisa y no para apretar un tornillo o refinar la versión de un algoritmo.
@eduardo_caccia