Imposible exagerar el nivel de deterioro que sufre este país. El criminal gobierno que encabeza un desquiciado no sólo permitió el crecimiento del crimen organizado, del que muchos parecen ser socios, también abandonó a los mexicanos a su suerte durante la pandemia, destruyó el sistema de salud, canceló programas de apoyo a los más necesitados, vulneró las finanzas públicas y ahora elimina cualquier posibilidad de discusión democrática en el país.
Aunque superficialmente podría pensarse que se trata de una regresión al sistema político del siglo 20, la hegemonía priista, el asunto es mucho peor. Como en esa época, un solo partido (con tres personalidades ficticias) tiene supermayorías en las cámaras; como entonces, gobiernan más de dos terceras partes de las entidades federativas; han devuelto al poder central atribuciones que se habían descentralizado para permitir un mejor funcionamiento. A diferencia de entonces, ahora no es disciplina lo que muestran, sino abyección; no hay tres sectores que moderan al Presidente en turno, no hay experiencia acumulada ni funcionariado para aplicar políticas públicas, no hay sino la voluntad de un solo hombre que, desafortunadamente, está desquiciado.
Pascal Beltrán del Río ha equiparado lo que ocurre hoy con el establecimiento de las Siete Leyes de Santa Anna, y en esta columna habíamos comentado, hace años, que el proceso que veíamos no parecía similar al vivido bajo Calles o Cárdenas, sino precisamente nos devolvía a los tiempos turbulentos de un caudillo populista e irresponsable, es decir, de Santa Anna.
Tal vez lo ocurrido en el Senado el día de ayer pueda ilustrar el tamaño del problema que enfrentamos: traiciones, persecuciones a legisladores, irrupción de manifestantes, todo alrededor del intento de sacar, a como dé lugar, una reforma que no ayuda en nada, sino que sólo sirve para engrandecer el ego del desquiciado. Impulsada por casi un centenar de emasculados, y eso sin faltar el respeto al género que decidan adoptar: es nada más darle un nombre a la falta de enjundia que caracteriza a la tribu de abyectos.
Y es que no es fácil encontrarle sentido a lo que ocurre. Es, insisto, un deterioro generalizado impulsado por un solo hombre que ya no tiene control de sí mismo, arropado por individuos de muy baja ralea, que ven en él la oportunidad que jamás habrían encontrado por sí mismos, que además aprovecha la desidia y abandono generalizado de los mexicanos, que ciudadanos no son. Millones de personas que se sumaron por un puñado de monedas, o por un saco de mínimas venganzas, resentimientos, envidias. Esos viejos rencores de quienes siempre se sintieron menospreciados. Es sobre ellos, necesitados y rencorosos, sobre los que el desquiciado construyó el poder que ahora pone en riesgo al país entero.
Los problemas de México no son nuevos, ni van a resolverse pronto. Nosotros encarnamos esos problemas. Nosotros, que no somos capaces de someternos a unas reglas mínimas de convivencia, sino que siempre buscamos la forma de aprovecharnos. Somos nosotros mismos los que hemos hecho fracasar a un país que hoy debía ser rico, democrático y justo. Pero no puede serlo porque somos nosotros mismos el obstáculo.
Hoy nos vemos en el espejo que nosotros mismos construimos: con un sistema educativo adoctrinador, con el torcimiento continuo de las reglas en nuestro beneficio, con el ojo cerrado a los defectos de los demás a cambio de obtener lo mismo para nosotros. Porque es cierto que nuestro lema es “el que no transa no avanza”.
Si algo bueno puede esperarse, es que este mes de septiembre sea el sótano sobre el cual podamos empezar a construir algo distinto. Que nuestra caricatura, nuestro ridículo, el adefesio que es nuestra política, produzca en nosotros una oportunidad de redención.
Ojalá lo logremos sin violencia.