El 3 de marzo de 2016, Berta Cáceres fue asesinada en su casa por un comando armado. Berta era indígena y había ganado el Goldman Environmental Award por su defensa de los ríos en Honduras. Hasta hoy el crimen sigue impune. Según el informe Defendemos la tierra con nuestra sangre, presentado por Amnistía Internacional la semana pasada, en 2015 hubo “185 asesinatos de defensores y defensoras de la tierra y el medio ambiente registrados a nivel global por la organización no gubernamental Global Witnes, 122” ocurrieron en América Latina. En nuestro país quienes defienden el territorio también se encuentran bajo amenaza. ¿Pero qué se sabe de las mujeres que defienden los ríos, la tierra y la biodiversidad?
Datos dramáticos
Cifras oficiales reconocen que casi 15 mil localidades rurales y cerca de 500 mil localidades indígenas, se encuentran dentro de la superficie de exploración y explotación para la producción de hidrocarburos que se asignaron en las primeras acciones de la reforma energética (Ceccam, 2015). Como es conocido, la reforma energética permite la explotación de hidrocarburos por parte de particulares mediante contratos con el Estado, y el Estado tiene facultad de obligar a los propietarios de la tierra a ceder sus territorios para explotación a través de la figura de “servidumbres forzosas”. Veracruz, Puebla y Tabasco son los estados con mayores extensiones afectadas.
Otro dato. El 18.8 % del territorio nacional está concesionado a empresas mineras; aun siendo ésta una cifra conservadora, representa 37 millones de hectáreas que en un 50 % son ejidos y comunidades en donde habitan casi medio millón de hombres y mujeres indígenas. Sonora, Chihuahua y Durango, son los estados con mayores concesiones (Ceccam, 2015). Hay movimientos de resistencia en contra de las industrias mineras en Puebla, Colima, Chiapas, Chihuahua, Oaxaca, Guanajuato, Jalisco, Guerrero y muchos otros lugares.
El INEGI (2015) calcula que entre 2013 y 2014 fueron asesinadas diariamente 7 mujeres en el país, siendo Guerrero y Chihuahua los estados con mayores índices. Esta misma instancia tiene registro de que en 2015 hubo cerca de 35 mil delitos de carácter sexual. Si esta cifra es aterradora por sí misma, más lo es el hecho de saber que se trata de una cifra basada en los registros oficiales y que el porcentaje de delitos sexuales que NO se denuncia es de 91.1%., es decir, esta cifra está basada en sólo el 8.9 % que realiza una denuncia.
Si consideramos las cifras negras (datos que no se denuncian) el Estado de México, Chiapas, Baja California y Guanajuato serían los estados con mayor incidencia de violencia contra las mujeres.
Cruces posibles: explotación del territorio y violencia contra las mujeres
Hernández (2005) sugiere que debe explorarse la relación entre violencia sexual, dominio territorial y explotación de recursos naturales en pueblos indígenas. En México, en los últimos años ha incrementado la violencia contra las mujeres de la misma manera que la violencia por las disputas territoriales (sean o no perpetradas por el crimen organizado), y bien valdría la pena seguir las sugerencias de la investigadora.
Desafortunadamente, el elevado porcentaje de cifra negra en la denuncia de delitos sexuales no nos permite identificar claras correlaciones entre el incremento de la violencia contra las mujeres, las luchas por los controles territoriales y los movimientos de resistencia de pueblos y comunidades. Sin embargo, el crecimiento de ambas cifras, y casos como los de las mujeres de Atenco y de Valentina Rosendo e Inés Fernández de la montaña de Guerrero, dejan lugar para explorar esta coincidencia.
El ataque sistemático en contra de las mujeres ha sido considerado como una estrategia para ejercer control territorial, así como un ataque a las formas de subsistencia de los pueblos y comunidades, pues como se ha analizado en otras colaboraciones de este blog, el trabajo doméstico y de cuidados realizado primordialmente por mujeres constituye el trabajo principal para la reproducción social de la vida. Alimentación, salud, cuidado de otros, educación, reproducción cultural y preservación del medio ambiente, son sólo algunas de las funciones sociales que hay detrás de su trabajo doméstico no remunerado.
La tradicional feminización del trabajo doméstico concentra el poder de la reproducción social de la vida comunitaria en las mujeres, y es precisamente ese poder –uno de los pocos con los que cuentan-, el que directamente ataca la reiterada violencia contra las mujeres. Atacar a las mujeres, es también atacar directamente la reproducción social y debilitar la colectividad.
Académicas y analistas explican cómo, a lo largo de la historia, los ciclos de explotación económica están relacionados con los ciclos de violencia en contra de las mujeres, como sucede desde la caza de brujas en la época medieval (Federici, 2011). Hoy estamos dentro de uno de esos ciclos, así lo indican las alarmantes cifras oficiales y negras. Invasión de noticias de asesinatos y desapariciones forzadas, solicitud de alertas de violencia de género por doquier.
Entre la defensa de la tradición y la transgresión
Es conocido que estos conflictos por la imposición de mega proyectos de desarrollo ignoran la visión y opinión que los propios pueblos y comunidades tienen de sí. Poco sabemos de la participación de las mujeres dentro de estos movimientos sociales.
Desde las acciones de resistencia cotidiana, a pesar de tener todo en contra dentro de los territorios amenazados, las mujeres siguen cumpliendo sus tareas de cuidar, alimentar y educar, con el mínimo de recursos y bajo condiciones de violencia. Hay también aquellas que superando estereotipos están participando en posiciones de liderazgo visible a la par de sus compañeros, desde ahí tanto buscan asesoría jurídica, como organizan talleres, movilizaciones y diálogos con autoridades.
Como defensoras, viven condiciones particulares de violencia y acoso, se preocupan y ocupan por las afectaciones de la salud derivadas de la implementación de los mega proyectos como hidroeléctricas, carreteras, y excavaciones mineras, incrementan su multiactividad para diversificar sus propios ingresos económicos así como su trabajo para mantener las condiciones de vida familiares, viven con recursos más limitados, se quedan solas con la responsabilidad de los hijos/as por la ausencia del marido, o huyen junto con sus hijos/as como medida de seguridad. Las defensoras que trabajan por los derechos de las mujeres en sus pueblos y comunidades, enfrentan situaciones muy similares.
Ante la embestida en contra de los territorios comunitarios y en contra de las mujeres, luchar por su vida y su libertad es también una estrategia de resistencia para preservar la propia permanencia de los pueblos. Por un lado, atacar el discurso económico que cataloga el trabajo de las mujeres como improductivo es esencial para revalorar lo imprescindible de las funciones sociales del trabajo doméstico para la continuidad de la vida de las comunidades -hoy feminizado pero que debiera ser mejor distribuido-. Por otro lado, documentar y denunciar la violencia en contra de las mujeres es fundamental para hacer visible la embestida de género y contra modos de vida diferentes al modelo desarrollista.
Recientemente activistas del estado de Guerrero solicitaron la alerta de violencia de género para su estado, argumentando que en 10 años, los feminicidios han incrementado un 88 % en un contexto en el que sin duda la violencia y los homicidios de hombres y mujeres se encuentran en uno de los momentos más álgidos en su historia contemporánea. Desde ahí se vuelve urgente posicionar la defensa por la vida y por la dignidad de las mujeres con la misma importancia que otros acontecimientos tan trágicos de despojo de territorios y de vidas humanas, porque la defensa de la vida de las mujeres es también defensa de los pueblos, porque las mujeres también somos y hacemos pueblo.
Bajo este oscuro panorama, se vuelve indispensable voltear a ver a las mujeres indígenas y rurales, activistas en las calles o en sus casas, como actoras imprescindibles para el ejercicio de los derechos colectivos de sus pueblos en sus territorios. Mujeres de Guerrero, Baja California, Oaxaca, Jalisco y un sinfín de lugares más, que poniendo por delante los bienes comunes nos enseñan a hacer política lo mismo en lo privado que en lo público.