El fuego es símbolo de destrucción y creación, de peligro y progreso. Cuando a Jean Cocteau le preguntaron qué salvaría si su casa se incendiara, respondió con una metáfora que arde en la memoria: «Salvaría el fuego». No se refería a objetos ni recuerdos materiales, sino a esa chispa esencial, a la fuerza primigenia que ha modelado a la humanidad, un elemento que transformó nuestro destino. Más allá de que ha forjado metales que impulsaron civilizaciones, el fuego encarna algo inmaterial y eterno: la capacidad humana de crear, transformar y renacer de las cenizas. Es el motor que alimenta ideas y cambios, el símbolo de que, incluso en la pérdida, queda una llama interior que nos permite comenzar de nuevo.

Miles de personas perdieron sus casas y sus pertenencias por los voraces incendios en Los Ángeles, una conmovedora tragedia que, como suele suceder cuando se le pone rostro y apellido, se convierte en un dolor cercano y punzante. Mis queridos amigos María y Agustín González Garza, avecindados en aquella ciudad desde hace cuatro décadas, quedaron sin casa y sin la posibilidad de rescatar algo antes del embate de las llamas, pues estaban en México de vacaciones. Ella de origen cubano, ángel y musa en la familia; él, nieto del expresidente mexicano Roque González Garza.

Agustín se autodefine como mitógrafo. Ha sido un amigo, socio, mentor y hermano para mí. Una persona con un talento excepcional para el diseño gráfico, la fotografía, la creación artística y el pensamiento estratégico. Gracias a él he crecido profesional y personalmente. Su permanente afán por el trabajo de excelencia ha sido un acicate cuando trabajamos juntos. De él he aprendido que las paredes en las calles tienen un lenguaje secreto que se revela cuando eres capaz de hacer encuadres inéditos. Su colección de fotos «wall candy» se acerca más a lienzos pintados por grandes artistas, que a fotografía urbana donde la mirada educada logra prodigios estéticos.

Sus cuadernos de viajes son maravillosos, no sólo por los apuntes al estilo de un expedicionario del siglo XIX, sino por sus increíbles ilustraciones, que me remiten a los artistas renacentistas. Sus sorprendentes dibujos surrealistas donde plasma sus sueños y expurga pesadillas, o sus autorretratos a lápiz, son muestra de un talento fuera de lo común. Recorrer su casa era entrar a un museo de incontables objetos, historias y artefactos, era ver la vida de alguien que ha hecho del «explorar, descubrir y crear» su mantra. Su primo, Juan Carlos Fernández, lo dijo mejor que yo, en una sentida nota de condolencia que mandó por la pérdida irreparable de esas creaciones: «Nos unimos todos en un simbólico funeral de todo ello, y en lo que merecía ser testimonio futuro de tu genialidad».

Corredor de senderos, amante de estrellas, cazador de cometas, capturó una imagen del eclipse del año pasado, que ameritó la publicación en una revista especializada. En 1991 embelesó al presidente de la República cuando le explicó que el «eclipse del siglo» tendría una trayectoria que coincidía con la ruta mítica de los mexicas hacia la fundación de Tenochtitlán. Su trabajo ha sido internacionalmente reconocido y forma parte de la colección permanente de la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos (es el segundo mexicano con esta distinción, el primero fue José Guadalupe Posada).

Me asombra la fijación que tiene Agustín por la degradación. Si a un lado de un campo de flores hay un basurero, él irá sin pensarlo a retratar la descomposición de la materia. Así logró una serie de imágenes sobre libros en estado de putrefacción, y otra colección de retratos macro sobre pelusas y desechos que se acumulan en los rincones. Alguna vez le prologué «Osuaria», exposición fotográfica sobre osamentas envueltas en sábanas, en nichos de cementerios de Yucatán. Tiene el don de convertir la destrucción en arte.

Por ironías del destino, mi amigo espera que las cenizas de su casa se enfríen para ir a husmear en las ruinas, a ver qué rescata. Algo hará el artista con los polvos quemados de su pasado. Su telescopio con el que miraba lejos ya no existe, pero queda lo esencial: el ojo sensible del maestro, sí, porque el genio encuentra siempre nuevas formas de arder.

María y Agustín son de la estirpe que respondería «salvaría el fuego». Volverán de las cenizas.

@eduardo_caccia

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