En un grupo de amigos donde nos da por escudriñar asuntos banales, surgió la polémica: mientras uno celebraba su elevado sentimiento patriótico, otro argumentaba que el nacionalismo es un mal del ser humano y que deberíamos convivir bajo la idea de una sola raza, sin fronteras ni banderas. Y dijo más, que tanto el nacionalismo como las religiones son causa de divisiones y conflictos. ¿Es posible o es utópico pensar en un mundo ideal, unificado, sin aduanas, naciones y credos diversos?
Como bien apunta Yuval Noah Harari, el ser humano ha creado ficciones para gestionar su relación con el mundo, y para colaborar (actividad crucial que nos ha permitido sobrevivir). Hemos sido capaces de crear narrativas que han dado pie, además de a las naciones y a las religiones, a otras herramientas funcionales: al dinero, a las leyes y la justicia, al Estado y los gobiernos, a los derechos humanos, a los sistemas económicos, a las empresas y las marcas, y en general a las identidades grupales. Todo esto forma parte de un constructo social, un gran imaginario colectivo en el que hemos decidido participar, sin el cual seguramente ya nos habríamos destruido.
Se escucha idealista hablar de una sola raza donde quepan todas las identidades. Tengo serios cuestionamientos para creer en un mundo sin nacionalidades ni fronteras. ¿Acaso estamos hablando de un homo fictio? Sería ese individuo ajeno a la otredad, de modo que lo otro no marcara una diferencia significativa para él. Sin embargo, ¿no es acaso parte de la naturaleza humana formar grupos identitarios?, ¿y no es la identidad un elemento cohesionador que se forja al discriminar «lo otro»? Es decir, «nosotros somos, porque no somos como ellos». Entonces, ¿es posible este homo fictio, un ser que navegue sin distingo de cultura, religión, raza, nacionalidad, creencias, valores?
El nacionalismo en las sociedades actuales es una espada de doble filo. Puede ser una fuerza constructiva que fomente la unidad, la identidad y la preservación cultural, pero también puede convertirse en una herramienta divisoria y excluyente. El desafío radica en equilibrar los beneficios de una identidad nacional fuerte con la necesidad de cooperación global y respeto hacia la diversidad.
Un mundo sin diferencias culturales, sin historias que nos definan, podría parecer en principio un terreno fértil para la paz y la armonía. Sin embargo, sería un territorio vacío de significado. Las identidades, aunque imperfectas, son los cimientos sobre los que construimos comunidad y sentido. Es cierto que las narrativas nacionalistas y religiosas han sido usadas para dividir y conquistar, pero también son las que han cohesionado a sociedades enteras en momentos de crisis. ¿Cómo se podría hablar de humanidad sin reconocer la riqueza de las historias que nos han llevado hasta aquí? Más que eliminar estas diferencias, quizá el desafío esté en aprender a habitarlas sin que se conviertan en trincheras de exclusión.
Quizá el camino no está en la eliminación de las identidades, sino en el reconocimiento de su complejidad. Vivir como homo fictio no significa abolir lo que nos hace diferentes, sino construir una narrativa común que celebre la diversidad. Solo cuando aceptemos que nuestras diferencias no son obstáculos, sino puentes para entendernos, podremos hablar de un mundo más unificado. No será un mundo sin banderas, sino uno donde estas ondeen juntas sin perder su color. En tal virtud, habría que considerar que la otredad no es un muro, sino una puerta.
@eduardo_caccia