Hace algunos años Ali Soufan, agente del FBI, logró que el terrorista preso Abu Jandal cooperara con datos claves para los intereses norteamericanos. No usó la amenaza, no usó la violencia, usó una galleta, una galleta sin azúcar, como la que Jandal recibía de su madre (el investigador había hecho bien su tarea, sabía que el convicto era diabético). El significado que Jandal le dio a esa galleta terminó por ablandarlo. Para él era más que un sabor, era un símbolo profundamente familiar y cercano, contenido en una entrañable palabra de cuatro letras (con acento en la segunda «a»).

Corre la leyenda urbana de que el profesor en semántica general Alfred Korzybski dio la bienvenida a su clase ofreciendo galletas a los estudiantes. Cuando estos las masticaban alegremente, el maestro sacó el empaque, lo mostró al grupo y dijo: «Son galletas para perros». No faltó quien escupiera, se sintiera incómodo, hasta indignado. Korzybski dio su primera lección: ilustró cómo las personas no solo consumen alimentos, sino también las palabras asociadas a ellos, destacando que nuestras percepciones están profundamente influenciadas por el lenguaje y las etiquetas que asignamos a las cosas. Los seres humanos somos homo significans, no podemos vivir sin crear significados. Esto es sumamente poderoso y nos hace también vulnerables.

En una de sus provocadoras intervenciones, Yuval Noah Harari argumenta que los humanos no luchamos por territorio y comida, sino por historias imaginarias en nuestra mente. Pone como ejemplo el conflicto en Medio Oriente, dice que hay suficiente tierra entre el Mediterráneo y el río Jordán para construir casas, escuelas y hospitales para todos; que podría haber suficiente alimento. Menciona que la tierra ahí no es particularmente fértil, que no hay minas ni petróleo, incluso escasea agua. Dice que el conflicto es por la historia que hay en la cabeza de los protagonistas: la gente piensa «¡Oh!, esto no es una piedra, es una piedra sagrada». Al margen de creencias, filias o fobias, Yuval tiene razón. La particularidad de un objeto para tener valor reside en la cabeza del sujeto que lo aprecia. Los adjetivos crean o destruyen valor, y definen destinos.

Durante la Inquisición, en nombre de la fe, el Tribunal del Santo Oficio cometió torturas y crímenes en función de las etiquetas (significados) que daban a actos considerados inmorales o contrarios a la teología católica. Palabras como herejía, blasfemia, supersticiones, brujería, hechicería, idolatría y más, se convirtieron en condenas de muerte. Cuando una parte impone su narrativa y no admite cabida para otras interpretaciones, hay un totalitarismo dogmático sin espacios para otras ideas, para otras palabras.

Son los vocablos con los que nombramos las cosas lo que moldea nuestros pensamientos; y estos son la base de las creencias que luego definen nuestros actos. Heredamos costumbres porque heredamos palabras. Somos portadores de las historias interpretativas de las generaciones que nos preceden. Así, las palabras que usamos son viajeras del tiempo. Encierran no sólo sus letras sino sus significados y, en última instancia, la forma en como vemos el mundo. Algunas pierden la carrera y se diluyen. Aunque sigue habiendo besos cariñosos, ya no se dice «ósculo». Es cierto, aquello que no se nombra no existe; y aquello que deja de existir ya no se nombra. El linotipista, el foguista, el colchonero remendón, el sereno y el farolero, el fotógrafo de parque se han ido, y con ellos, esos vocablos.

Las palabras son herramientas poderosas para construir el mundo. Por si solas o juntas, se convierten en ideas. Mueven multitudes, provocan revoluciones, transforman sociedades, son el cincel de la conciencia, forjan destino, abren posibilidades, derriban y construyen muros. Y por gracia de la imprenta y otras tecnologías, están contenidas en libros y en archivos digitales y pueden ser leídas. Tienden un puente silencioso entre quien las escribe o pronuncia y quien las lee o escucha; estemos o no de acuerdo, forjan una complicidad profundamente humana que nos une aun sin conocernos, que nos acerca sin importar distancia o tiempo; y se vuelven profecía, como acaba de suceder entre tú y yo.

@eduardo_caccia

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