Hace algunos años Ali Soufan, agente del FBI, logró que el terrorista preso Abu Jandal cooperara con datos claves para los intereses norteamericanos. No usó la amenaza, no usó la violencia, usó una galleta, una galleta sin azúcar, como la que Jandal recibía de su madre (el investigador había hecho bien su tarea, sabía que el convicto era diabético). El significado que Jandal le dio a esa galleta terminó por ablandarlo. Para él era más que un sabor, era un símbolo profundamente familiar y cercano, contenido en una entrañable palabra de cuatro letras (con acento en la segunda «a»).
En una de sus provocadoras intervenciones, Yuval Noah Harari argumenta que los humanos no luchamos por territorio y comida, sino por historias imaginarias en nuestra mente. Pone como ejemplo el conflicto en Medio Oriente, dice que hay suficiente tierra entre el Mediterráneo y el río Jordán para construir casas, escuelas y hospitales para todos; que podría haber suficiente alimento. Menciona que la tierra ahí no es particularmente fértil, que no hay minas ni petróleo, incluso escasea agua. Dice que el conflicto es por la historia que hay en la cabeza de los protagonistas: la gente piensa «¡Oh!, esto no es una piedra, es una piedra sagrada». Al margen de creencias, filias o fobias, Yuval tiene razón. La particularidad de un objeto para tener valor reside en la cabeza del sujeto que lo aprecia. Los adjetivos crean o destruyen valor, y definen destinos.
Durante la Inquisición, en nombre de la fe, el Tribunal del Santo Oficio cometió torturas y crímenes en función de las etiquetas (significados) que daban a actos considerados inmorales o contrarios a la teología católica. Palabras como herejía, blasfemia, supersticiones, brujería, hechicería, idolatría y más, se convirtieron en condenas de muerte. Cuando una parte impone su narrativa y no admite cabida para otras interpretaciones, hay un totalitarismo dogmático sin espacios para otras ideas, para otras palabras.
Las palabras son herramientas poderosas para construir el mundo. Por si solas o juntas, se convierten en ideas. Mueven multitudes, provocan revoluciones, transforman sociedades, son el cincel de la conciencia, forjan destino, abren posibilidades, derriban y construyen muros. Y por gracia de la imprenta y otras tecnologías, están contenidas en libros y en archivos digitales y pueden ser leídas. Tienden un puente silencioso entre quien las escribe o pronuncia y quien las lee o escucha; estemos o no de acuerdo, forjan una complicidad profundamente humana que nos une aun sin conocernos, que nos acerca sin importar distancia o tiempo; y se vuelven profecía, como acaba de suceder entre tú y yo.
@eduardo_caccia