La filósofa alemana Hannah Arendt introdujo el concepto de «la banalidad del mal» en su obra Eichmann en Jerusalén (1963), tras asistir al juicio del criminal de guerra nazi Adolf Eichmann. Lejos de encontrarse con un monstruo sádico, Arendt quedó sorprendida al descubrir a un hombre común, sin rasgos psicológicos o ideológicos que explicaran sus atrocidades. Eichmann no parecía un fanático furioso sino una especie de burócrata obediente, más preocupado por cumplir órdenes y ascender en su carrera que por reflexionar sobre las consecuencias de sus actos.
Arendt distingue entre el mal banal y el mal radical. Argumenta que el mal no siempre es fruto de un deseo consciente de causar daño, sino de la ausencia de cuestionamiento, de la renuncia al juicio moral individual. Cuando una persona delega su responsabilidad ética en las órdenes de una autoridad superior, el mal se convierte en un proceso mecánico, casi automático. En palabras de Arendt, Eichmann mostraba una «inquietante superficialidad» y «una manifiesta incapacidad para pensar desde la perspectiva de otra persona».
Proyectemos el concepto de banalidad del mal a una de las manifestaciones más contundentes de la ausencia de Estado de derecho en México: la falta de cumplimiento (de buena parte de la sociedad) del reglamento de vialidad, combinado con una autoridad omisa. La «banalidad vial» implica la administración discrecional de las leyes por parte de los conductores y autoridades. Son pequeñas e intrascendentes acciones ilegales, que el ciudadano justifica y minimiza cotidianamente, de modo que se vuelven una conducta aceptada.
¿Cómo revertimos la banalidad vial? Por un lado, subrayando la importancia de que el ciudadano piense críticamente en las consecuencias de sus acciones, elevando su sentido de responsabilidad individual. Por el otro lado, con una autoridad que aplique el reglamento y sus consecuencias sin prestarse a corruptelas. Hace poco escuché a un gobernador diciendo que quería a los policías viales ayudando a la circulación y no multando. Fue ovacionado por los ciudadanos. Entiendo que se refería a los «mordelones», pero no comparto la renuncia a las sanciones.
Así como Eichmann no se sentía culpable y mucho menos se veía como criminal de guerra, el ciudadano común, en la banalidad vial, no se siente como un eslabón en la cadena delictiva de otra persona (que empieza por un semáforo y termina de sicario o peor), cuando en realidad sí lo es (aunque admito que hay perfiles criminales con causas mucho más complejas). Porque su insignificante acto transgresor lanza el pequeño, pero devastador mensaje: incumplir la ley no tiene consecuencias. Multiplicado por cientos de miles, todos los días, se convierte en un grito colectivo nacional: la ley es negociable.
La banalidad vial se manifiesta en la trivialización cotidiana de actos aparentemente menores: ignorar un semáforo o estacionarse en una zona prohibida. Estos comportamientos, lejos de ser insignificantes, reflejan una lógica destructiva: si lo pequeño carece de consecuencias, lo grande también puede ser negociado. En un país donde la ilegalidad se normaliza, el acto más trivial se convierte en el primer eslabón de una cadena que desmorona el Estado de derecho.
@eduardo_caccia