En la madrugada del 11 de septiembre el Senado mexicano aprobó una de las reformas institucionales más trascendentes de los últimos años en México. Resolvió sentar las bases para sustituir a todos los jueces y magistrados del país, desde la Suprema Corte hasta los tribunales estatales, con personas electas por el sufragio universal. Los ciudadanos votarán, en 2025 y después en 2027, por nuevos funcionarios del Poder Judicial a partir de listas de candidatos elaboradas por el Poder Ejecutivo, el Poder Legislativo y el Poder Judicial saliente. Asimismo, se creará un Tribunal Superior de Disciplina, encargado de vigilar y en su caso castigar o destituir a aquellos jueces que no cumplan cabalmente con su deber.
Se trata de un cambio hacia un sistema que, de todos los países del mundo, solo impera en Bolivia. Es cierto que en algunos estados de la unión americana se eligen jueces estatales o de paz, pero ningún magistrado federal, ni mucho menos los integrantes de la Suprema Corte son designados de esa manera. Además, en el sistema jurídico de Estados Unidos, los jueces no siempre deciden la culpabilidad o inocencia de los acusados; eso lo hacen los jurados en la mayoría de los casos, que en México no existen.
Para todos fines prácticos, este nuevo esquema debilitará, en el mejor de los casos, la independencia del Poder Judicial. En el peor escenario, tal y como lo han vaticinado múltiples observadores, la suprimirá. La razón es sencilla y fácil de ilustrar a través del caso de la Suprema Corte. Los nueve nuevos ministros serán electos a partir de una lista de 30, con 10 candidatos propuestos por cada uno por los tres poderes: Ejecutivo, Legislativo y Judicial saliente. El partido de gobierno en este momento, Morena, controla el Ejecutivo y el Legislativo con supermayorías; podrá contar al menos con cuatro de los once ministros salientes de la Corte. De tal suerte que casi la totalidad de los candidatos, entre los cuales serán electos los nueve ministros entrantes, responderán a Morena. De esa forma, el partido de Andrés Manuel López Obrador y de Claudia Sheinbaum controlará, al menos hasta 2027 -cuando hay elecciones legislativas de mitad de período- los tres poderes del Estado mexicano.
Pero se presentan dos factores agravantes y adicionales, los cuales hacen temer a muchos observadores, desde el embajador de Estados Unidos en México, bien conocido por sus simpatías para con el gobierno de López Obrador, hasta las páginas editoriales de buena parte de la prensa internacional. El primero consiste en el hecho de que el propio López Obrador, en realidad, asoció la reforma judicial con varias otras reformas constitucionales, todas ellas anunciadas desde el 5 de febrero pasado, muchas de las cuales ya habían sido analizadas y rechazadas por el Congreso anterior. Fueron llamadas en su momento el Plan C, al solo ser factibles en un tercer intento de ratificación. Pueden ser aprobadas en las próximas semanas. Incluyen el paso definitivo y completo de la Guardia Nacional al Ejército, la extensión de la llamada prisión preventiva oficiosa a delitos menores, incluyendo los fiscales, la desaparición de un buen número de órganos autónomos del Estado, entre ellos la Comisión de Transparencia, el Instituto de Transparencia, y el regulador de energía y de telecomunicaciones. A ello se podrían sumar, un poco más adelante, la incorporación de la autoridad electoral al Ministerio del Interior, y la desaparición de los diputados de representación proporcional, mediante los cuales se integran a las cámaras los legisladores de partidos minoritarios.
El conjunto de estas modificaciones constitucionales, para las cuales Morena ya parece disponer de mayorías suficientes en el Congreso, equivale a un cambio mayor de la estructura institucional mexicana de los últimos 30 años, por lo menos. Consolidarían el monopolio del poder político en manos de Morena al fortalecer enormemente al Ejecutivo dentro del Gobierno, y al Gobierno dentro del Estado. Nos hallamos ante un ambicioso intento de imponer una democracia sui generis en México, muy parecida a la que imperó entre 1934 y 1997, cuando el viejo PRI perdió la mayoría en la Cámara de Diputados.
El segundo factor preocupante reside en la continuidad cada vez más acentuada entre la administración de López Obrador, que concluye el 30 de septiembre, y la de Claudia Sheinbaum, que arranca el 1 de octubre. Obviamente era predecible algo de continuidad: no solo son ambos del mismo partido, si no que además en buena medida AMLO escogió a Sheinbaum como candidata y coadyuvó fuertemente a su elección. No hay sorpresa allí. Pero un buen número de analistas de la situación mexicana, por una serie de razones, especularon hasta el martes en la noche, el día que la reforma se votó en el Senado, con la posibilidad de que Sheinbaum se sintiera menos entusiasta que su antecesor con la perspectiva de la reforma judicial en particular, y del resto de los cambios mencionadas, en general.
Se le atribuía esta tibieza por varias razones, desde su historia personal -una formación técnica y cosmopolita- hasta de interés político puro. En efecto, se podía pensar que a una presidenta recién entrada en funciones no le convenía comenzar su mandato con una reforma altamente controvertida, de muy difícil ejecución, generadora de múltiples resistencias y que no había sido propuesta por ella durante su campaña como una de sus prioridades. Si Sheinbaum albergaba sentimientos de esta naturaleza ante la reforma, nadie ha podido detectarlos. Su apoyo a la reforma del Poder Judicial ha sido constante, explícito y vigoroso, dejando poco espacio para cualquier duda o insinuación de debilidad. Es cierto que con alguien como López Obrador difícilmente podía permitir la percepción del menor desacuerdo mientras siguiera ocupando la presidencia. Por lo pronto, a partir del 1 de octubre, ella se vuelve la dueña de una serie de transformaciones que pueden marcar la primera mitad entera de su gobierno. Todo parece indicar que Sheinbaum se identifica con el conjunto de reformas del Plan C, y que por una razón u otra ha decidido abrazarlas con alegría. La resistencia ante ellas no provendrá del nuevo gobierno de México.
Resultaría prematuro vaticinar el fin de la incipiente democracia mexicana con motivo de la aprobación de esta reforma y de las que siguen. Conviene recordar que todo esto sucede en México, un país donde el valor de las leyes y las palabras es muy relativo. Nada de lo previsto sucederá de acuerdo con los lineamientos establecidos, sino a la mexicana: con matices, retrasos, interpretaciones y sutiles modificaciones. Pero la señal es, por desgracia, muy clara. México ha pasado por apenas un cuarto de siglo de democracia durante su historia de poco más de dos siglos de independencia. Quizás era mucho esperar que fuera tan fácil.